PEDRO MURILLO*.- Lo vivido en la isla de La Gomera en los últimos días deja varias lecciones. La primera,la admirable entereza de los vecinos desalojados de sus viviendas quienes vieron cómo el avance implacable de las llamas daba al traste con gran aparte de sus recuerdos. Son las tragedias-afortunadamente en este caso no hay que lamentar víctimas-inherentes a este tipo de desastres naturales; tras la preservación de la vida física llega el turno de comprobar cómo la otra arista que nos hace ser lo que somos,la memoria,se encuentra calcinada entre cuatro paredes negras por el humo.
Son los álbumes de fotografías,las estampas únicas e irrepetibles de generaciones que no pudieron ser salvadas en ese momento en lo que lo urgente es salvar la vida. Tras esa herida profunda viene el aluvión de desgracia,la vivienda hipotecada que ya no existe o que se encuentra en tan malas condiciones que tiene que ser demolida. Los 3.000 vecinos de Valle Gran Rey y Vallehermoso vivieron su particular calvario. En el caso de Valle Gran Rey,es tarea imposible ponerse en la piel de de los centenares de personas que,en los dos barcos de Armas y Fred Olsen,salieron apresuradamente,algunos en pijama otros con bebés en brazos con más impedimenta que unas cholas y un bañador. Desde la cubierta pudieron observar cómo una gran bola de fuego arrasaba el cementerio y gracias a una maniobra de contrafuego el avance del incendio pudo contener cerca del centro de Salud de Valle Gran Rey. Desde los barcos,pudieron observar cómo las cumbres de Valle Gran Rey y los caseríos se convertían en un desierto de fuego como un Titanic ardiendo en donde las explosiones de las bombonas de gas butano perturbaban la calma del alba. Con todo ese peso,3.000 personas llegaron arrasadas hasta los albergues improvisados en San Sebastián en donde pudieron comprobar el bálsamo de la solidaridad de miles de vecinos que se volcaron en el atendimiento y la profesionalidad de los efectivos de Cruz Roja. En esos momentos,un chocolate caliente o una palabra de ánimo supone un acto fundacional; algo parecido a un milagro. Gracias a esa solidaridad,los vecinos pudieron pasar tres días aplacando la angustia de saber que posiblemente sus viviendas estaban afectadas y sus animales,calcinados. En la mirada de cansancio de los vecinos había dignidad y una pregunta: ¿por qué?,¿por qué ha vuelto pasar después de la tragedia de 1984 que los gomeros guardan como una herida íntima?,¿por qué no se calibraron suficientemente los riesgos?,¿por qué a pesar de los partes de emergencia,puntuales cada seis horas,nos sentimos solos? Y es en este punto en el que encuentro la segunda lección. Las respuestas se las debemos ofrecer,es nuestro deber,los periodistas,los compañeros que hicieron un trabajo agotador durmiendo apenas dos horas al día para informar sobre lo que estaba pasando y fue entonces,en mitad de un colegio de San Sebastián plagado de camas plegables cuando sentí una mezcla de orgullo y tristeza. En el primer caso por el privilegio de ejercer una de las profesiones mas gratificantes,y tristeza por constatar que cada día nos consideran mas prescindibles y no habrá nadie para responder sus porqués. En ese momento,Leopoldina,una vecina evacuada me ofreció un chocolate y una sonrisa. Me alejé a un rincón discreto y lloré.
*Corresponsal de El País