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Benjamín Trujillo

POR BENJAMÍN TRUJILLO.- A lo largo de mi vida, el espacio de mis sueños, el lugar donde se desarrollan, no ha cambiado mucho. Se han ido sumando sitios, tonos y personajes, interiores y paisajes nuevos que dan misterio, incertidumbre y luces o sombras, pero siempre existe un territorio propio, mi campo.

Marcado por el viento, la tierra y la arena que se metía por todos sitios, la barranquera que atravesaba el pueblo, el barranco que lo dividía, las esquinas y paredes, la playa, la escollera y las ventanas y puertas que abrían o cerraban la curiosidad. Esa es mi patria. El país de mi memoria.

Ventanas

Desde dentro, desde las ventanas, vi jugar a otros niños cuando yo no podía, cuando estaba enfermo. Esperaba temeroso la llegada del médico o del practicante. Intenté ver a los Reyes Magos bajar por la montaña del otro lado, por La Lomada. Me entretuve con moscas y pequeñas arañas. Vi estrellas y la luna, y soñé con saltar y escapar hacia lo desconocido y recorrer el mundo siguiendo al héroe que leía o que vi en la última película. Esperé a mis padres y hermanos, o a Lola, o a mis hijas más tarde, y sigo esperando ahora, desde la ventana, como siempre.

Desde fuera, pasé horas, días y años a que ella apareciera y me mirara. Vi a la madre vigilante, a la abuela. Intenté saber cómo era su cuarto viendo solo parte del techo y las luces o las sombras proyectadas. Llamé para que asomaran amigos. Esperé debajo para correr como locos hacia la plaza, o para ir al fútbol o al cine. Esperé y soñé…

Puertas

La entrada a lo que desconocía. A otras casas con otros sonidos, con otra gente, otros juguetes, otros olores, otras meriendas, otras madres, unas severas, otras amables y cariñosas como la mía. Era la posibilidad de descubrir, de meterte en otras vidas; de satisfacer la constante curiosidad de cuando era chico y de siempre.

Descubrí maravillosas carpinterías, y zapaterías, y talleres de mecánica. Hombres fuertes con el lápiz tras la oreja, que hablaban poco pero muy alto quizás por la costumbre de que casi siempre hubiera un ruido de máquina, con el olor de la madera y el serrín, asombrado por las líneas perfectas y por como acariciaban las piezas trabajadas.

La mayor quietud de las zapaterías y el delantal de cuero viejo, usado y suave. Las gafas en la punta de la nariz y el zapato en la horma. Con paradas y silencios para hablar de fútbol, contemplados por las páginas sepias del “Dicen” en las paredes y las fotos lujuriosas de los calendarios.

La barbería de músicos y contadores de historias que hablaban de barcos, de motores y paraban para una folía, y yo, encumbrado sobre la tabla que se colocaba sobre los brazos del sillón para quedar a su altura- dice mi madre que me pele al 1 y sin brillantina-

Rara vez se abrían de par en par, siempre medio abiertas las de los talleres y las de las casas cerradas. Entrar vivir y soñar…

Cerrojos y candados

Ahí había más misterio, más peligro, más pecado. Atravesar lo que no se podía, ya fuera un pajar, una azotea, una casa cerrada, olvidada, donde todo eran tesoros, fotos viejas, trozos de juguetes o algún viejo colorín manchado. Estabas atento a cualquier ruido y aventurando la salida de un muerto viviente de cualquier habitación oscura o una mano que tocara tu espalda. Siempre con olores putrefactos indefinidos, de palomas o ratas muertas, con señales de partidas de cartas clandestinas y algún colchón sucio en el suelo que disparaba las historias de amores furtivos.

El viento, la sal y el tiempo han pasado por ese territorio propio, campo de mis sueños; lo barnizan de romanticismo o decadencia, lo ponen viejo, aunque sigue siendo mi patria.

Benjamín Trujillo.

FOTOS: EDUARDO CASTRO.

btrujilloascanio@gmail.com

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