Doctor Manuel Damas. Foto Eduardo Castro
Benjamín Trujillo

POR BENJAMÍN TRUJILLO.- En la tarde del lunes seis de septiembre, el Día de la Partida, el día que salió Colón de San Sebastián de La Gomera, me llegó la noticia como llegan ahora: un wasap me anunciaba la muerte de Manuel Damas Estévez.

No recuerdo la primera vez que lo vi; sí recuerdo que apareció en mi vida cuando yo era un niño, algo crecidito ya, entre los seis y los ocho años, calculo. Fue a casa un médico que era joven y eso no era habitual, que era serio pero que me sonreía y que no me decía tonterías, solo sonreía, que mi madre y él se trataban con cariño, que se miraban demostrando afecto y respeto mutuo, que no hablaba fuerte, que parecía no imponer nada, que se bebió un vaso de agua que le trajeron en un plato con servilleta.

Lo seguí viendo en el fútbol, en el Campo del Palmar, apasionado, en ocasiones gritando, sentado con los directivos de Los Leones, creo que él lo fue también; hablaba con los jugadores, con el entrenador, con Roberto Trujillo el presidente, con Lito Plasencia su amigo y también presidente, con Don Rafael Macías, y me miraba cómplice cuando veía mi cara de alegría con una jugada de Teto, Perico o José Ramón. A veces en medio del partido abandonaba el campo y se notaba cierto silencio y un run run de – alguien está malo – Caminaba por la grada sin mirar ya al partido como concentrado en lo que iba a hacer, en a quién iba a ver.

Sus pasiones futbolísticas o de cualquier clase no le impedían la relación profesional con cualquiera, fuera del equipo que fuera, mayor, joven o de cualquier condición social. Escuchaba como nadie, con absoluto respeto a las descripciones que le hacían del dolor o del mal que le aquejaba y convertía en protagonista al enfermo, al familiar, a la madre. No miraba la vida, ni la enfermedad, ni la curación, a través de sí mismo, ni de su importancia como médico o del que sabía lo que pasaba, no; lo hacía justamente al revés, era a partir del que lo necesitaba.

Quizás en esa postura, en ocupar ese lugar de humildad y responsabilidad, es donde estaba su éxito como protector de la salud de un pueblo. Y todo sin estridencias, sin presunciones.

Fue el último “médico total” de San Sebastián. Ya había hospital cuando él trabajaba, pero era el único que ejercía la atención primaria, la visita a cada casa. Conocía a todo el mundo, a cada familia, a cada anciano, a cada niño, recién nacido, mediano o talludo; las claves de cada casa, de cada barrio, las historias no públicas, las miserias y las grandezas de todos y con absoluto respeto y en silencio las utilizó siempre para mejorar las condiciones de los pacientes.

Tenía vocación y formación de pediatra, la de aquellos tiempos, finales de los 50, los 60, los 70 y con eso creó un maravilloso vínculo con las madres y los hijos. Recuerdo vagamente su despacho, su consulta en la casa de los padres, Don Manuel y Doña Soledad, pero dicen los que le conocieron y admiran que tenía una muy rica y amplia biblioteca médica, era estudioso y meticuloso con su trabajo.

Tenía alguna dificultad de dicción al comenzar a hablar, tartamudeaba un poco pero eso producía un esfuerzo mayor de gesticulación con su cara, con sus ojos brillantes y vivos y lo convertían en un hombre capaz de comunicar cualquier cosa, sus dudas, sus incertidumbres y sus certezas logrando conectar con todos y en cualquier situación por muy dramática que fuera. Reía con ganas, tenía un extraordinario sentido del humor y contaba cientos de anécdotas de su pueblo, de sus paisanos, de su tiempo de estudiante en Barcelona.

En estos días me contaba un amigo común, cómo Manolo, al saber que iba a ir a estudiar también a Barcelona, le explicó una noche, tras tratar un desprendimiento de retina, las calles barcelonesas…la calle Mallorca, Aribau, Montaner y Londres…También cuentan que cada noche antes de irse a acostar daba una vuelta al pueblo para comprobar que todo estaba en orden, que todo estaba sano.

Pasé bastante tiempo que sólo lo veía en verano y sólo algunos días. Hace unos años, cinco o seis, yo trabajaba en Tenerife, en el viejo Instituto Nacional de Previsión donde ahora tiene su sede el Instituto Canario de Hemodonación, en la calle Méndez Núñez, frente al viejo Gobierno Civil; yo salía a fumar a la calle y un día lo vi llegar desde la calle del Pilar con sus piernas algo arqueadas, como un viejo futbolista, sonriendo desde lejos y se paró y hablamos y repetimos bastantes días.

Cada vez que salía esperaba verlo, unas veces tuve más suerte que otras y siempre comprobé la grandeza de un hombre discreto, un médico.

Es una pérdida muy sentida la de Don Manuel Damas, el médico Damas, Manolo Damas.

Mi reconocimiento público y mi apoyo personal a sus hermanos y a Mari Cruz, Vicky, Manuel Moisés y sus nietos.

Benjamín Trujillo.

btrujilloascanio@gmail.com

FOTO: EDUARDO CASTRO

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