Benjamín Trujillo

 POR BENJAMÍN TRUJILLO.- En mayo de 1971 murió mi padre. Yo tenía trece años.

No guardo ningún recuerdo de ese verano del 71, nada, por más esfuerzos que hago. Por más que repaso y recorro lo que podrían ser interruptores que encendieran alguna luz de ese tiempo no consigo ninguna señal que me ayude.

Recuerdo, eso si, el mes de septiembre y que me iba a Tenerife, a estudiar en La Laguna. Mis hermanos eran mayores, estaban en la universidad y vivían en el colegio mayor San Fernando, yo estaría en casa de una prima y en el instituto de La Laguna hasta que mi madre se fuera a vivir con todos allí.

Esos meses, de septiembre a diciembre, fueron oscuros, silenciosos, profundamente tristes. El instituto era inmenso para mí, no reconocía su sonido, ni el de las palabras, ni el de los pasillos, ni la sirena ni la temperatura; todo era distinto y no encontraba nada que me acogiera, ningún rincón, ninguna persona.

Fueron pasando los días y los meses. Volví en Navidad a La Gomera y en tan poco tiempo las cosas habían cambiado. Yo quería esconder mi tristeza y los que eran mis amigos tenían otras experiencias, otros intereses. Mentía sobre mi vida, engrandecía a La Laguna, al instituto, a mis experiencias pero tampoco los impresionaba. Había dejado el grupo. No tenía refugio, ni aquí ni allá, en ningún lado.

Mi madre se fue a principios del 72. Y fuimos a vivir a Santa Cruz, a la calle San Martín, en un piso que estaba sobre el cine del mismo nombre, desde la cocina de esa casa y subiéndose al pollo se veía la mitad de la pantalla, por una ventana interior.

Estudiaba en La Laguna, vivía en Santa Cruz. Había dejado La Gomera. Era difícil encontrar mi sitio. Es que no se si lo tenía realmente.

Me acostumbré a pasear solo por la ciudad, sin rumbo primero, solo viendo carteleras de películas y buscando los barcos y los muelles porque había varios. Fui descubriendo poco a poco lo que me rodeaba, los lugares más oscuros del mismo centro, los alrededores de la calle Miraflores y la propia calle donde estaban las mujeres que iban con hombres por dinero, jugadores de trile en las esquinas y yo, un niño, contemplando el espectáculo. Iba a ver los entrenamientos del Tenerife en el Heliodoro. Onésimo, el masajista, me dejaba pasar y desde Tribuna vi movimientos, marcajes, tiros, formar barreras, defender. Seguí cultivando y gozando de lo que me gustaba, el futbol. Otro templo de esos años era el cine, los cines, que había muchos. Ver películas solo, era un placer del que todavía, cuando puedo disfruto. Podía ir a películas de mayores si elegía bien el horario, a media tarde solía ser la mejor función, y no me echaban como había pasado alguna vez en el cine Álvaro de San Sebastián. En el cine Rex, en la calle Méndez Núñez vi Perros de Paja y ahí me sentí adulto por primera vez, viendo una película para gente grande, descubriendo a Dustin Hoffman y a la violencia en esa espléndida cinta.

Fui recuperando la paz, el instituto se volvió más habitable, más amable, el olor a galletas de la fábrica de Gabusa que estaba al lado lo hizo más reconocible y más familiar. Fueron tiempos de empezar a descubrir la política, los primeros profetas comunistas reales, de carne y hueso, la épica de ser clandestino. Las reuniones en una pequeña casa en San Pío, los panfletos, las asambleas de distrito a las que iba de espectador, con catorce años ¡que horror!

Al mismo tiempo mezclaba esa vida con ser un buen estudiante, un buen lector , leía a Lenin o Rosa Luxemburgo a la vez que a Dickens o Mark Twain, Luis Cernuda o Azorín.

En vacaciones volvía a La Gomera solo, sin mi madre ni mis hermanos muchas veces y aquí hice nuevos amigos mayores que yo, cantábamos en algunos bares, íbamos al refugio del Cedro, a fiestas en otros pueblos y yo de estrella infantil, protegido por los grandes. A los amigos de antes los veía también y era como reconciliarse, como volver a la vida que me tocaba.

Fueron años de habituarse a dobles vidas, de aprender a mentir o a aparentar, de no estar realmente en ningún sitio, de sobrevolar, de huir.

No sé porque he escrito sobre estas cosas hoy. ¿Por qué necesito hablar en alto de esos tiempos? ¿Por qué no seguir con La Villa común, con la isla común? Quizás sea el calor o estas mañanas de cielos grises o pensar que tu también tuviste años tristes no se si también con olor a galletas.

Benjamín Trujillo.

btrujilloascanio@gmail.com

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