Un grupo de personas celebra la victoria obtenida por la coalición opositora Mesa de Unidad Democrática (MUD) en Caracas. EFE

Con el paso de los años, cuando el chavismo sea una pesadilla que se emborrona en el recuerdo, los que vivieron llenos de esperanza la noche de este 6 de diciembre tendrán mucho que contarles a los más jóvenes.

Me atrevo a asegurar que será Lilian Tintori quien más relatos le hará a sus dos hijos, hoy pequeños y sin una clara idea del peso trascendental de su padre, el opositor Leopoldo López, encarcelado desde hace más de un año en una prisión militar. Pocas horas antes de que se celebraran las elecciones parlamentarias que le han dado un vuelco radical al futuro inmediato de Venezuela, López declaraba en exclusiva mundial a este periódico, «Vamos a conquistar la democracia y a liberar a Venezuela». Sus palabras desde el encierro han sido el mantra de una oposición que por momentos desfallecía, sitiada por los golpes bajos del oficialismo.

Pero ningún maleficio es eterno y la herencia envenenada de Hugo Chávez (hoy más que nunca conviene recordar que fue el impulsor y gurú de este despropósito) se ha deshecho con la fuerza incontestable del triunfo que se forja en las urnas y no con golpes militares. Desde que el chavismo triunfó hace diecisiete años, el laberinto del socialismo del siglo XXI fue ahogando a las voces disidentes con su aplastante maquinaria y fraudes electorales cada vez más elaborados. Numerosas fueron las ocasiones en las que el bloque opositor conformado por la Mesa de Unidad Nacional (MUD) se vio debilitado y dividido. Al cabo de todos estos años las esperanzas del cambio se fueron arrugando y los propios líderes de la oposición se desgastaban en la batalla contra el todopoderoso PSUV y su títere máximo, Nicolás Maduro, ventrílocuo en este mundo de la última voluntad de Chávez.

Pero si grande ha sido el desgaste de una oposición que ha luchado en desventaja y con una parte de su dirigentes encarcelada o en el exilio, mayor ha sido el del gobierno, que no es nada más que una extensión de la podredumbre que dejó su antecesor. El experimento del chavismo, cuyos fundamentos son el populismo y el modelo castrista, estaba condenado al fracaso desde el principio. Lo único que lo ha sostenido hasta ahora es su vocación autoritaria, el clientelismo político y una corrupción rampante con ramificaciones que apuntan a un narcoestado. Por lo demás, la realidad del día a día se reduce a la escasez generalizada, la violencia incontrolada y el desmoronamiento de una sociedad que confió en una justicia social que derivó en un mayor empobrecimiento de los más necesitados. O sea, en vísperas del 6 de diciembre el sentido común y las encuestas indicaban que habría un voto de castigo.

Pero si algo logran los regímenes despóticos es minar la estima colectiva y sembrar la duda ante lo que a todas luces es razonable: ¿Por qué iba a ganar el chavismo en esta consulta parlamentaria si los venezolanos no encuentran víveres, medicinas o pañales? Sin embargo, hasta el mismo día de estos comicios cuyos resultados parecen vislumbrar el principio del fin, se respiró un ambiente de incertidumbre azuzado por los comentarios intimidantes del presidente y su hombre fuerte, Diosdado Cabello, a punto de quedarse desempleado como Presidente de la Asamblea Nacional tras la contundente victoria de los diputados de la oposición.

El chavismo se llenó la boca asegurando que había llegado la hora del «remate final», pero el balón de la oposición ha entrado de lleno en su maltrecha portería. Lo han conseguido jugando limpio a pesar de los traspiés y gracias al esfuerzo titánico de figuras como Lilian Tintori, quien sin descanso ha recorrido el mundo para recabar apoyos. Ella y Leopoldo López, arropados por una MUD unida y fortalecida, encarnan el símbolo del cambio que parecía imposible. Algún día juntos les contarán a sus hijos cómo fue la noche de aquel día. Ojalá que sea muy pronto.