Taso

Aportamos un nuevo artículo de la serie «Territorio gomero» para continuar con la difusión de las descripciones y análisis de distintos lugares de la isla. En esta ocasión nos acercamos a la zona de Taso, pago perteneciente al municipio de Vallehermoso y situado al noroeste del término, concretamente entre los sectores de Arguamul (al norte de Taso) y Alojera (al sur de Taso).

Fuente: Jerez Darias, 2017: 74.

Lo que nos interesa resaltar de este artículo es la importancia que tiene este lugar por su función de agrosistema tradicional gomero apoyado en la explotación de la palmera. Hablamos de una práctica sin paralelismos en otras islas del Archipiélago y que encierra un valor cultural y de gestión sostenible de los recursos naturales dignos de admirar y de ser conservados y puestos en valor ante el deterioro y abandono que padecen los palmerales de la isla, tanto éste como otros como los de Erque y Erquito. Por eso, en las próximas líneas nos adentraremos en la descripción realizada por el compañero Juan Montesino sobre su recorrido por la zona en el año 1975, en la que nos aporta unas breves pinceladas del aprovechamiento de la palmera por los guaraperos del lugar y la importancia que tiene la recuperación y mantenimiento de estos agrosistemas.

Ámbito geográfico

Taso es otro de los muchos lugares de la isla que se pueden ver escritos de diversa manera, normalmente bajo la forma «Tazo». Siguiendo nuestro método habitual para tratar de concretar una forma de escribirlo, acudimos nuevamente al trabajo de Perera López sobre la toponimia de La Gomera (2005, pp. 209-214, T.2, Vol.16). aquí el autor plantea lo siguiente:

En los manuscritos más antiguos con los que contamos (correspondientes a los siglos XVIII y XIX) aparece mayoritariamente la forma Taso, con s. Pero en lo que son las fuentes impresas y a partir de la segunda mitad del siglo XIX se anota la forma Tazo, con z. Este modelo acaba por sustituir al primero y se convierte en la forma oficial de denominar a este lugar en las fuentes documentales e impresas del siglo XX. Las fuentes escritas antiguas nos sirven en este caso para evidenciar que la variante Tazo, con z, no es más que un modismo hiperculto, que no procede de fuentes orales, sino de la sistemática copia de un texto por otro; porque la realidad es que los gomeros pronuncian Taso, con s……… (pp. 213).

Por tanto, mantenemos la forma Taso, tanto por ser la forma más antigua como por ser el modo habitual que emplea la población local para referirse a este lugar.

Según Perera López, Taso es un pago de gran extensión que, para los naturales del lugar, vendría a coincidir con la zona alrededor de la ermita de Santa Lucía, así como los caseríos más próximos a ésta, de tal manera que, por ejemplo, el caserío de Cubaba no estaría en Taso. En cambio, para la gente que no sea de la zona, Taso tiene una mayor entidad, por lo que dicho nombre denominaría a toda la región comprendida entre Arguamul y Alojera (Íbid., 213). Todo el «valle» es una zona bastante árida y de presencia humana localizada en los dos caseríos mencionados (Taso y Cubaba), en torno a los cuales se desarrolló la agricultura, tanto de subsistencia como de exportación. La presencia de afloramientos de agua en la zona alta permitió el riego de algunas fincas localizadas sobre los depósitos coluviales, en las que se cultivaron tomates que posteriormente se enviaban al mercado peninsular y europeo. Esta zona también se distinguió por el cultivo y aprovechamiento de la palmera, pues, precisamente aquí se encuentra el mayor palmeral de la isla. En la actualidad, muy pocas familias residen en estos núcleos, algo similar a lo ocurrido en el resto de caseríos de la zona (Arguamul, Epina, Alojera).

El Palmeral: a Taso por miel de palma

Con el sol a contraluz en esos días bellos de La Posteragua (Barranco del Ingenio, Vallehermoso), y cuando contemplaba el decaer de las palmeras que quedaron dentro de la presa con sus raíces casi asfixiadas, oí el silbo del amigo Paco Morales, que hacía los preparativos para ir a Taso por la tarde y me invitaba a acompañarlo.

Nos entretuvimos en el patio de su antigua y bonita casa, donde me hizo una demostración del trenzado de hojas de palma, elaborando unas tiras de unos ocho centímetros de ancho que iba enrollando a sus pies. Le comenté la multitud de utensilios, incluso sombreros y bolsos, que confeccionaban los estereros de Santa Lucía en Gran Canaria y de cómo tenían sus palmerales escalamochados, ya que hacían muchos menesteres que vendían a los turistas.

Frente al patio en que descansábamos se divisaba la empinada ladera del barranco de Vallehermoso, cubierta en su parte alta por un bosque de Laurisilva bien conservado. En la parte baja se escalonaban los bancales cultivados y los cauces de los barrancos aparecían cubiertos por un río de palmas y cañas. Se podía casi sentir que las palmeras estaban muy bien en aquel sitio.

“No cabe duda que teniendo agua en la tierra viven bien”, me decía Morales, pues reconocía que los paisanos habían tenido que ver con el reparto actual de las poblaciones de palmas. Me comentaba que muchos ejemplares habían sido plantados en los linderos de los terrenos, incluso conociendo el sexo de la futura palmera por las características de la semilla.

Al Norte, las laderas bajaban hacia la costa y, sobre ellas, posaba su sombra el enorme monolito que dominaba el paisaje, el Roque Cano.  En sus faldas, las sabinas salpicaban por doquier los terrenos inclinados.

Mi amigo habló del saber de los gomeros y otros canarios en su arte de sacar el máximo provecho a una palmera y de cómo obtenían su savia mediante una técnica tan antigua como la relación del hombre con las palmas. Aquella práctica era otra conexión más con el vecino continente y el mayor exponente de la “cultura de la palmera”. Cerca de nosotros había una palma con ocho cinturillas en su tronco, las huellas de que había sido guarapera otras tantas veces. Según él, la primera vez había sido cincuenta años atrás, “la comenzó a guarapear el abuelo, y el nieto continúa con lo mismo cada seis o siete años”.

Partimos hacia Taso a media tarde. Cuando enfilábamos la pista que también conduce a Arguamul, se dibujó en el noroeste la silueta de la isla de La Palma con su doble cumbre, como las petas de un camello. Llegamos pronto a la ermita de Santa Lucía, donde paramos un rato para descansar bajo unos chamizos de hojas de palmera que habían quedado tras las recientes fiestas de este aislado y tranquilo lugar. Desde aquel lomo divisamos el valle hasta Alojera, de suaves laderas envejecidas, trituradas y sueltas por el lento trabajo de la erosión y el tiempo sobre aquellos viejos materiales.

El palmar de Taso. Sentado junto a la pared de una vieja casa de piedra, un paisano contempla como pasan los días por este bello y tranquilo lugar.

En los sinuosos cauces, en hoyas y vaguadas entre Taso, Cubaba y Puerto del Trigo, reverdecía un hermoso palmeral. Había palmas de todas las condiciones, unas frondosas y robustas, otras que alcanzaban menos agua, tenían menos hojas y el crecimiento más lento, pero todas daban un buen guarapo. Continuamos desde la ermita a la casa de Plasencia, que se preparaba para “curar” sus seis palmeras en producción.

Llegamos cuando nuestro amigo de Taso terminaba de alimentar sus dos cabras, una machorra y un carnero destinado a cena navideña, que se prepararía guisado con salsa de hierbas aromáticas y acompañado de ñames. En un andén próximo a la casa había una palma a medio desmontar para hacerla guarapera. Nuestro amigo trepó como un gato por el tronco rugoso, marcado por pequeños huecos escalonados que habían sido labrados el día anterior. Clavó unas estacas en la porción terminal, debajo de la corona de hojas, donde previamente había abierto un pasillo hasta el cogollo, limpiando de espinas los talajagues que lo flanqueaban.

 

“Curando” una palma en Cubaba

“Al llegar arriba hay que agarrarse de las estacas, luego de los talajagues y por último apoyando un pie en una estaca, se salva la cornisa subiendo sobre las pencas”, me explicaba Plasencia, animándome a que trepara tras él.

Como el sol se acercaba ya al horizonte entre las islas de El Hierro y La Palma y estaba próximo el atardecer, consideró nuestro paisano que era hora de curar sus palmas. Primero subía desde el suelo una lata de agua usando una soga y un talajague como polea. A continuación, subía por el tronco con un formón al cinto. Sentado en la corona de hojas que permitirían a la guarapera seguir con su fotosíntesis y con su existencia y, con mucho mimo y cuidado, cortaba a pequeños golpes tangentes una delgada capa de la calva hecha en el cogollo.

Cortando una delgada lámina con el formón para que mane la savia, el Guarapo.

Con la lata de agua limpiaba las virutas que había cepillado con el formón y de la herida manaba la savia que confluía en una canal de caña, para después depositarse goteando en la lata que subió el agua. “Del guarapo que he recogido de las seis palmas sacaré unos diez litros de miel que venderé a algún turista o a cualquier intermediario, aparte de la que yo me quede para endulzar mis tardes y para los bollos de leche que hace mi mujer en el horno de leña”.

Mientras descansábamos iluminados aún por un rojo atardecer, disfrutaba de la compañía y la conversación de aquellos paisanos, cuya inteligencia natural y sabiduría había sido moldeada por su experiencia trabajosa en aquellos profundos barrancos de la Isla. “Escucha que te digo, (intervino Morales) me tienen opilado con tanto llenarse la boca con las excelencias del turismo en algunos sitios de la Isla. A la agricultura habría que ayudarla más para que nuestros paisanos no tengan que vender sus tierras y casas al primer turista y coger la maleta. ¡Ya no hay pa´donde ir!” “Hombre, yo vivo hoy bien aquí y me gusta mi tierra y la tranquilidad que notas, pero claro que se necesita algún apoyo para los que trabajamos la tierra; así, los jóvenes se ilusionarían y no nos dejarían a cuentagotas”.

El sol se ponía detrás de la palma recién guarapeada y María nos arrimó unos vasos de Guarapo y una botella de miel. Me amodorré en la silla y, ya en tiempos de vino, me quedé pensando en lo que Plasencia había dicho… y en lo que no había dicho.

 

Bibliografía

  • JEREZ DARIAS, L. M. (2017). Causas y consecuencias del atraso socioeconómico de La Gomera contemporánea (1900-1980). Tenerife: Densura.
  • MONTESINO BARRERA, J. (mayo de 1979). La palmera canaria, aspectos botánicos y culturales. Boletín informativo AGUAYRO, nº 111, pp. 17-21.
  • MONTESINO BARRERA, J. (1993). El Palmeral. En Naturaleza canaria: una historia natural ilustrada, Tomo II, fascículo nº 48. Edición: Leoncio Rodríguez.
  • PERERA LÓPEZ, J. (2005). La toponimia de La Gomera. Un estudio sobre los nombres de lugar, las voces indígenas y los nombres de plantas, animales y hongos de La Gomera, Vol. Tomo XVI, pp. 209-214. La Gomera: AIDER La Gomera, Ed.

Autores: Juan Montesino Barrera (Biólogo y naturalista), Luis Jerez (Geógrafo). Centro de Estudios e Investigaciones Oroja (CEIO).

ceioroja20@gmail.com

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