Francisco Pomares

El sábado pasado, coincidiendo con el Día Internacional de Lucha contra el Cáncer, La Laguna bautizó una calle cerca del aeropuerto de Los Rodeos con el nombre de José Luis Reina, prematuramente fallecido después de afrontar con extraordinaria entereza las vicisitudes de la enfermedad, que descubrió cuando ya era demasiado tarde para vencerla.

Murió a finales de octubre del 2015 -andaba yo entonces en Manhattan, por un asunto académico-, y recuerdo que la noticia supuso un mazazo no sólo para mí, sino también para un montón de amigos y colegas míos residentes en New York. Le conocía tantísima gente en todas partes…, era algo asombroso: había sido concejal de La Laguna en sus años de juventud, pero su proyección pública se produjo durante tres décadas de trabajo en Binter, como responsable de comunicación de la aerolínea. Se convirtió en la imagen pública y amable -socarronamente amable, sería más exacto- de una compañía sin competencia que nunca tuvo que esforzarse demasiado en caer bien a sus usuarios.

Reina asumía atender todos los días decenas de problemas de viajeros conocidos o anónimos. Siempre dispuesto al otro lado del teléfono, un tipo -Reina- del que podía esperarse un exabrupto o un comentario políticamente incorrecto, pero nunca que dejara a nadie tirado. Era hijo de un tiempo pasado, la Transición, y como tantos de entonces había renunciado tempranamente a su verdadera vocación -la Historia- para prestar servicio en política, y en ese oficio -realizado con discreción y sin perseguir recompensa alguna- mantuvo hasta el final una coherencia e independencia de criterio a prueba de cualquier conveniencia.

Nacido en El Aaiún, siempre mantuvo un fuerte vínculo emocional con el Sahara, como tantos que vivimos nuestra infancia o juventud en el desierto. Conocía muy bien aquellas tierras, y con él recorrí las rutas de Saquía al Hamra, Esmara o Agadir en un par de ocasiones. Supongo que ese vínculo intenso con las gentes y paisajes de su niñez hizo que se empleara a fondo en la apertura de las rutas africanas de Binter. A su entusiasmo y dedicación se debe en gran parte que Canarias recuperara el contacto y tráfico con el continente, perdido tras el abandono del Sahara.

Los hombres hacen a veces cosas grandes sin siquiera proponérselo. Pero Reina ponía propósito en todo lo que hacía: desde colar a alguien con una urgencia en la cabina de un avión abarrotado, a diseñar una estrategia jurídica contra trapisondas de la competencia, o abrir para Canarias los caminos de África, después de tres décadas de abandono. Le recuerdo con la colilla en los labios, en una barra cualquiera de un bar lagunero, o en una terraza de Las Canteras, hablando de libros, de política, o de Historia, sin tomarse ni tomar a nadie nunca demasiado en serio. Ajeno a todas las solemnidades y certezas.

Este sábado pasado, su familia -un clan extraordinario de personas fuertes, vitales, cultas y sensibles como él- aguantó a pie firme y con el gesto leve, mientras el alcalde de La Laguna petrificaba su nombre uniéndolo para siempre al de una calle. Es posible que José Luis Reina no hubiera ido a su propio homenaje. O quizá sí, porque era un tipo bien educado y enemigo de las estridencias. Pero estoy seguro de que se habría escondido en las filas de atrás. Y luego se habría tomado dos cervezas con el alcalde. Quizá habría aprovechado para ponerlo a parir.