Mal para la mujer,claro,que para el taxista es como si le tocara la lotería con esa carrera sin fin. ¡Será por falta de mapa en Santa Cruz!
Pero el caso es que esa buena señora –que existe– al levantar la mano y parar el taxi –la historia también es real– se topó con José Ramón Rodríguez Suárez al volante. Y José Ramón Rodríguez Suárez no es un taxista cualquiera. Es un taxista premiado. Es una de esas pocas personas que el CIT (Centro de Iniciativas Turísticas) ha elegido para otorgarle el Premio Amable del Turismo de este año.
Al parecer,en estos seis años que lleva en el sector,este chófer de vidas ha sumado suficientes amabilidades como para destacar de manera notable.
Para ser sincero,él no se explica quién o quiénes se han acordado de su sombra ni porqué le dan ese galardón. La voz al otro lado del teléfono que le anunció la buena nueva le pareció de broma. ¡Menuda forma de comenzar el día! Cachondeos los justos,que sin cafeína el cuerpo no está para muchas chanzas. Pero la llamada iba en serio,y cuando más tarde recibió el telegrama,todo quedó claro y confirmado.
Ahora,con ese telegrama dándole calorcito en el bolsillo de su camisa,a José Ramón le viene a la cabeza el día que recogió a aquella mujer sin destino. Se trataba de una persona mayor sin nadie con quien charlar. Tenía hijos,chico y chica; los dos con buenas carreras,pero sin tiempo para su madre. Se sentía sola. Tanto,que prefería desinflar su desesperación gastando oxígeno en un taxi a pasar otro día en casa tragando silencio.
Son cosas que pasan. Eso lo sabe bien José Ramón,que lleva años aguantando penas. Penares que le alcanzan por detrás y le obligan a levantar la vista hacia el retrovisor para ponerles cara.
Sin embargo,la historia de esa señora le impactó sobremanera. Se quedó helado. No se lo esperaba. ¿Qué hacer? ¿Pasearla con el taxi y darle conversación? ¿cobrarle la carrera? ¿convencerla de que vuelva a su casa?
Menos mal que está entrenado para recuperarse pronto y ganarle el pulso a cualquier situación,por muy violenta que sea. Y es que,antes de ser taxista,pasó 28 años trabajando en una sala de juegos,años duros que le han curtido el ánimo y le han marcado la vida.
Por aquel entonces,cada día a las cinco de la madrugada José Ramón abandonaba el bingo con un buen sueldo en el bolsillo y un kilo menos de alegría. Echaba en falta a su familia. No poder pasar tiempo con su mujer y sus dos hijos era un amargo lastre.
Por las tardes,cuando la rambla de Santa Cruz se llenaba de gente aliviada de sus trabajos y los niños hacía horas que habían tirado los libros del colegio en cualquier parte,José Ramón lidiaba con la avaricia más enfermiza,la avaricia sin ventilación,la que repta bajo la luz de los fluorescentes y por encima de los tapetes verdes.
Pero,a pesar de todo,su plan de vida merecía la pena: sus hijos iban a los mejores colegios de la ciudad y podían contar con un gran futuro académico. Así,con este objetivo familiar en su punto de mira,José Ramón hacía puntería cada día que arrastraba sus pies hasta la sala de juego. Y el tiempo no le quitó la razón.
Ahora mira hacia atrás y no sabría decir cuántas veces tuvo que sacudirse del traje el mono que escupen los ludópatas. Afrontó situaciones tensas con muchas familias de adictos al juego que se gastaban las nóminas en un sólo día y,aún así,se empeñaban en esa faena mes tras mes. Se enfrentó a malos modos,a lágrimas,a dramas y a rabias. Y lo superó.
Cuando el bingo cerró,él se quedó sin empleo. Y aunque otras salas de juego requirieron sus servicios,rechazó todas las propuestas. Era su oportunidad para cambiar de trayectoria. Había ahorrado suficiente y sus hijos tenían los estudios asegurados. Así que,como si del final de un baile se tratara,dio un giro sobre sus pies e hizo mutis por el foro.
Una vez en el sector del taxi,José Ramón ha podido comprobar muchas veces que la experiencia que adquirió en su anterior trabajo le sirve ahora para tratar a sus clientes. Ha desarrollado una especie de habilidad psicológica nada despreciable que le ha dado muchas alegrías. Por ejemplo,cuando aquel día conoció a la mujer sin destino,la escuchó,la observó y,entonces,comprendió. Supo lo que tenía que hacer con ella. La invitó a merendar.
Merendaron juntos en una heladería de San Andrés,donde charlaron e intercambiaron opiniones,palmaditas en la espalda,consuelos y consejos. Ella recuperó la esperanza y él hizo una nueva amiga. Desde entonces,cada vez que necesita un taxi,sólo llama a José Ramón; aquel conductor que la invitó un día a un helado,le dio conversación y no le cobró la carrera.
Algo tiene este taxista que es difícil de olvidar. La pasada Navidad recibió llamadas de turistas de Argentina,México,Inglaterra y Alemania,que un día se subieron a su taxi y se quedaron tan contentos que lo incluyeron en la lista de personas que hay que felicitar los 25 de diciembre.
Cada vez que llega un crucero,ofrece sus servicios a todos los visitantes que pisan puerto con la ilusión de conocer algo la Isla. No sigue las rutas de las guaguas ni para en los bares y restaurantes habituales. Él lleva a sus clientes a rincones que sólo los tinerfeños conocen y a guachinches alejados de los mapas turísticos.
Su destreza para escurrir bien el mejor humor que lleva dentro,aunque a veces cueste,es un detalle que no se les escapa a los pasajeros de turno y,por eso,muchos de ellos,cuando regresan a Tenerife,lo llaman siempre para contratarlo como chófer.
«El taxi es un habitáculo muy pequeño y,a veces,un gabinete psicológico. Hay que anticiparse al cliente y saber si viene con ganas de charla o no. No todo el mundo quiere entablar una conversación. Lo mejor es dejar que ellos den el primer paso»,informa. Con un poco de mano izquierda,algo de intuición y mucha perspicacia,todo fluye.
Las personas mayores son la debilidad de José Ramón. Para él no hay discusión que valga. Las respeta como si de sus propios padres se tratara. Muchas veces,cuando pasa cerca del mercado,lo paran mujeres entradas en canas y cargadas de bolsas que le advierten de que sus casas no están muy lejos,que no va a ganar mucho dinero con el viaje,pero que están tan cansadas que no pueden con su alma. Ningún problema: no sólo las deja en la puerta de sus respectivas casas,sino que también las ayuda a llevar las bolsas hasta el ascensor.
José Ramón es de La Gomera,pero lleva en Tenerife desde los 15 años,cuando vino a la Universidad a estudiar Administrativo. Se instaló en el barrio de María Jiménez,donde vive con su familia y disfruta de sus ratos libres. Confiesa que eso del sofá y la televisión no le va nada. Es demasiado inquieto como para aguantar mucho tiempo mirando la pantalla.
Hasta hace dos años,practicaba el submarinismo,un deporte que le apasiona y que no piensa abandonar del todo. ¿Las mejores aguas para sumergirse? «Las de El Hierro»; son las más transparentes que ha visto en su vida.
Por desgracia,el taxi no le permite mucho tiempo libre de momento. Con la crisis que corre y lo mal que va el sector,o mete horas o no llega a fin de mes. Su jornada es de seis de la mañana a once de la noche,y no hace más horas porque su cuerpo no da para más.
Definitivamente,el tranvía y la recesión han devaluado el negocio del taxi en la capital tinerfeña. Si antes una licencia podía venderse por 60.000 euros,hoy en día vale la mitad. Asegura que la llegada de cruceros ayuda mucho,sobre todo si los turistas son de Brasil o Rusia. Si son europeos,no tanto; ellos también andan escasos de guita. José Ramón explica que,para cubrir gastos,un taxista debería ganar 100 euros por día. Sin embargo,sólo sacan una media de 60 euros.
Pero sus problemas no entran en el taxi cuando hay clientes. Y aunque sabe que le siguen de cerca,pegados a las llantas de las ruedas,en ese momento sólo se concentra en una cosa: ser amable.