La calima de febrero de 2020 fue especialmente intensa. Casi nadie recordaba tanto polvo. El aire, los balcones y azoteas, los jardines y las calles, parecían de la cercana África. Escenarios como Jartum o como tantas imágenes del cine, en el sur del Nilo o en el Sahara.

Después vino la pandemia y seguimos pareciendo una película épica, desconocida, con escenarios de silencio e incertidumbre, de pánico en muchos casos.

El primer confinamiento insistió todavía más en la configuración de escenarios solitarios, los pueblos vacíos, sin ruidos y con aire fantasmal.

Las noticias de nuestra comunidad, del resto del país y del mundo no ayudaban a despejar ni las mentes, ni el paisaje. Parecía que las sombras, la tragedia y el miedo, habían invadido el planeta para acompañarnos mucho tiempo.

Con la primavera en plenitud llegó la primera apertura. Volvieron a abrirse negocios y las calles en La Villa y en los otros pueblos de la isla recuperaron vida, movimiento, conversaciones y miradas.

Siguiendo con el guión cinematográfico, en La Guerra Fría, los bares y los lugares de encuentro de espías, especuladores, vendedores de penicilina o de cualquier información, estaban llenos de humo, rostros oscuros y mujeres con aspecto de vampiresas venidas a menos. Hablo de Berlín, de Viena, incluso de París o Londres.

En San Sebastián el aspecto de los lugares de encuentro no tiene nada que ver con esos otros de los años cincuenta o sesenta. Hay más luz, rostros más dispares, ya no hay humo y vampiresas poquitas o ninguna.

Pero si sirven, sobretodo los bares, de lugares de encuentro y de conspiración, en este caso conspiración de artistas y de arte, de saber que está haciendo cada uno, quien nuevo se ha sumado y de cómo nos va. Cuando se podrá exponer, cuando se editará el catálogo o si más bien será un libro maravilloso el que cuente en papel nuestro viaje, nuestra aventura.

Con los nuevos componentes normalmente quedábamos en el Ambigú. Café, alguna caña, fotografía detrás de la carpa de la terraza o en la fachada, unas veces delante del cajero y otras cerca del pórtico del ayuntamiento y siempre la extraordinaria camarera eslovena que con elegancia y diligencia nos atendía.

El primer día con el nuevo, después del Ambigú, íbamos a La Tasca, al tonel o la barrica que está en la entrada, a la izquierda. A Eloy (el dueño), si le pones un smoking, podría ser un maître de cualquiera de los clubes de la película Casablanca, serio y callado, con ese aspecto que parece desconfiado pero cómplice perfecto. Las croquetas, los chocos, las cañas, el pan con tomate y jamón y el encuentro. Sin mucha sobremesa que los horarios son ajustados pero sí con risas y conversaciones a cuatro o cinco bandas, en inglés, en español y con foto en la fachada, parecíamos orquestas de verbenas de verano.

Cuando las citas eran de trabajo puro, el sitio previo o posterior era el Bar de Genaro, también con cafés algún magnífico bocadillo o pulguita y la sonrisa y curiosidad de Genaro desde la barra o desde alguna de las mesas, donde lee el periódico, fotos dentro y fuera y los encuentros más dinámicos, unos vienen, otros se van. ¡Acuérdate de mandarme aquello por mail! ¡No te olvides de las fotos!.

Alternativamente a Genaro, íbamos también al Bar de La Italiana, Cristina, que está allí al lado. En la terraza nos juntábamos unos cuantos, a veces al límite de las restricciones sanitarias. Yo siempre lo mismo, un café expreso, corto corto, eso sí con mucho amor, me enseñó ella a pedirle. Cuando se acercaba el mediodía brindábamos con chocolate frío y pinchos de tortilla, ensaladilla. En una mesa de al lado, muchas veces, Lucas hablaba con alguien de inversiones y transacciones multimillonarias y de vez en cuando, Peter aparecía con silenciosa alegría en su patinete. Las fotos las hacíamos ante la vieja casa de la esquina.

Ahí en La Italiana, estábamos en una terraza en el centro de La Villa, en el Downtown. La conversación, sobre todo con Juanma y Emma, se volvía a veces ciertamente “curiosa”, solo admirábamos la belleza y la ensalzábamos, aunque a Eduardo le pareciera en ocasiones inoportuna y procaz. Cosas de la disparidad de orígenes y de un pueblo novelero en medio de este mundo que sigue con muchas sombras.

Acaba de pasar una vespa con una melena rubia al viento.

¡Es La Villa! ¡Disfruten!

Benjamín Trujillo.

FOTOS: Eduardo Castro.

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