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Todos fuimos migrantes

Es fundamental que recordemos que, hace no tantos años, los canarios emigraban a Venezuela y a Europa, y los peninsulares a Europa. Ese fenómeno nos hizo mejores como ciudadanos y como país

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A comienzos de la década de los 60 del pasado siglo, después de dos décadas negras en nuestro país, ante las necesidades de trabajo, el gobierno de Franco decidió crear el Instituto Español de Emigración, organismo al que se encomendó la búsqueda de empleo en el exterior para la clase trabajadora española. En esa década, después de cinco lustros de dictadura, más de tres millones de españoles tuvieron que emigrar al extranjero, unos a través de este organismo y muchos otros, de manera irregular.

Nosotros, los canarios, veíamos cómo muchos de los nuestros se iban a trabajar a Alemania, a Suecia, a Holanda y, como otros muchos se jugaban la vida a bordo de embarcaciones no diseñadas para el transporte de pasajeros, de casco de madera fabricado por nuestros carpinteros de ribera. Miles de canarios cruzaban así el Atlántico y arribaban a diferentes puntos del continente americano. Todavía recuerdo, como parte de mi adolescencia, escenas del NoDo que mostraban a miles de españoles hacinados en las estaciones de Atocha o Chamartín, a punto de partir con sus maletas atadas con una cuerda hacia el norte de Europa.

Aquellos trabajadores, que en España sólo conocían al sindicato vertical, descubrieron que en Europa existía libertad sindical, varios sindicatos a los que afiliarse y además, los concejales y alcaldes de los municipios eran elegidos directamente por el pueblo y no como en España, donde eran designados por los poderes franquistas.

Hemos de valorar que, a su regreso a España después de diez o quince años de actividad laboral en otro país, donde sus hijos aprendían otro idioma y asistían a clases, aquellos emigrantes traían, además del dinero ahorrado, la riqueza de su relación personal y profesional con los trabajadores de países democráticos y más desarrollados que el nuestro.

Los emigrantes españoles, en su convivencia con sus colegas de esos países, involuntariamente, asistían a una escuela de modernidad. Curiosamente, la combinación entre emigración y dictadura en España aportaba la paradoja social de una clase trabajadora que adquiría cierto cosmopolitismo, conocía otras culturas y se especializaba laboralmente, mientras que el grueso de la clase media se adaptaba resignadamente a una convivencia sin libertades en España.

Nuestros emigrantes, ya retornados en la década de los 70, fueron impulsores en nuestro país de la libertad sindical y de la libertad política; tenían clara su apuesta por la democracia.

Constituyeron un pilar fundamental para el proyecto de integración de España en Europa, que se produjo bajo la presidencia de Felipe González, a mediados de los 80. Nuestros antiguos emigrantes ejercieron un liderazgo social histórico, demandando la integración en Europa.

Son muchos los acontecimientos que hemos vivido en los últimos 30 años debidos al hecho de ser miembros de la Unión Europea: el crecimiento de nuestras infraestructuras, la modernización del sistema educativo, el incremento de los flujos económicos, comerciales y financieros o la adaptación de nuestra estructura judicial a los principios y valores comunes en Europa.

Somos Europa, somos europeos, hemos crecido como país, nuestro prestigio internacional se ha incrementado y una prueba de ello es que España se ha convertido en un país que ahora recibe emigrantes. Nuestro nivel de vida y las necesidades de nuestra economía ejercen sobre los inmigrantes del desafortunadamente llamado “Tercer Mundo” una atracción equivalente a la que ejercían sobre los españoles de la década de los 60 del siglo pasado los países centroeuropeos, de mayor nivel económico que el nuestro en aquellos momentos.

En las pasadas décadas de crecimiento económico, éste se vio correspondido también con un crecimiento en el número de emigrantes, que llegaban a España invitados por una llamada o carta de un familiar, de un amigo o de alguna empresa. Y pasado el tiempo, eso se ha conocido sociológicamente como “efecto llamada”. Las ofertas de trabajo de los pequeños, medianos y grandes empresarios agrarios, de la construcción, de la hostelería, del comercio o del transporte han sido las auténticas “llamadas” que han atraído a los trabajadores inmigrantes y que han servido para mejorar el funcionamiento de los negocios. También han sido las familias de clase media quienes han llamado a centenares de miles de mujeres y hombres de Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia, etc. para que vengan a cuidar a nuestros mayores y a muchos de nuestros conciudadanos dependientes, todo ello, al duro precio de tener que dejar de cuidar a los suyos, a sus hijos, que han dejado en sus lugares de origen con el objeto de cobrar unos sueldos que mayoritariamente no han sido excepcionales. Esos inmigrantes constituyen un modelo equivalente al de los españoles que emigraron a Europa o a Latinoamérica.

Sin embargo, en los últimos años, todo ha cambiado. La inmigración ha puesto de manifiesto en el seno de la Unión Europea una descoordinación, diferencias de planteamientos y elevadas dosis de insolidaridad. Hemos sido incapaces de dar apoyo digno a decenas de miles de personas que han huido de la desgraciada guerra civil de Siria, de la masacre a la que ha sometido a los kurdos o de la cruenta guerra civil que se libra en Libia.

La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, anunció la semana pasada, en su comparecencia ante el Parlamento Europeo, el lanzamiento de un Pacto sobre la Migración Europea, heredero de un intento de primer documento que no pudo salir adelante en 2016. Ese pacto se ha hecho público precisamente esta semana y servirá de base a una serie de mesas de negociación y debate en nuestro futuro inmediato.

El discurso de la señora Leyen era un avance de las intenciones de este pacto, entre las que incluía un enfoque humano y humanitario de las migraciones, la solidaridad intraeuropea, un vínculo entre asilo y retorno, la lucha contra los traficantes, el refuerzo de las fronteras, el afianzamiento de nuestras asociaciones externas, la creación de vías legales y la integración en nuestras sociedades de quienes se queden entre nosotros.

Sin embargo, el documento hecho público por la Comisión esta semana no refleja las buenas intenciones del discurso inicial de la presidenta.

Muchos lo han calificado como un jarro de agua fría. Su contenido debe preocuparnos, tanto a los españoles como a todos los países europeos del sur, que reciben directamente la llegada de inmigrantes, y singularmente desde la comunidad canaria, receptora de migrantes procedentes del África subsahariana. El concepto de la solidaridad intraeuropea corre peligro de volar por los aires.

La presión de los países del norte, en un momento además tremendamente condicionado por la situación que ha generado la pandemia, ha influenciado totalmente este texto que la Comisión ha presentado como herramienta de discusión y debate. Vienen, pues, meses de una enorme trascendencia. España, y particularmente Canarias, se juegan muchísimo en todo esto.

Se trata de un documento que debemos estudiar a fondo (desde Casa África ya lo estamos haciendo) y pelear en todas las instancias posibles para que se incluyan las especiales circunstancias de Canarias y su posición en la orilla atlántica africana.

Tanto en el seno de la política migratoria de la Comisión Europea como incluso en cualquier negociación que se ponga encima de la mesa entre la Unión Europea y la Unión Africana, se debe contemplar lo que está sucediendo en Canarias.

Es sorprendente lo rápido que parece que olvidamos que hoy somos quienes somos gracias a la migración. Hoy somos mejores y somos mejor país gracias a eso. No puedo concebir que entendamos los movimientos migratorios solo como una amenaza. Y temo que nuestra querida Europa haya decidido emprender ese camino.