Francisco Pomares

Llevamos años instalados en la percepción de que el país no avanza, que nada se mueve en la dirección adecuada. No es una percepción nueva, por más que tendamos a descubrirla en cada ocasión como si fuera fruto de los días que vivimos. En realidad, ese pesimismo es consustancial a la Historia de España, tal y como la hemos interpretado siempre los españoles. Su máxima manifestación es la pérdida de las últimas colonias americanas y asiáticas, el desastre del 98, que supuso al mismo tiempo una derrota militar inevitable -la de una efímera guerra contra los Estados Unidos- y la confirmación de que el antieuropeísmo español, forjado en las guerras religiosas y refrendado con el levantamiento contra la invasión napoleónica, no podía sostenerse tras la caída del imperio.

Fue en esa etapa de nuestra historia, probablemente como respuesta a la pérdida de una supuesta grandeza colonial, pero también a los nacionalismos que comienzan a surgir en la periferia, cuando el pensamiento español reacciona con una vívida defensa de la reincorporación nacional a la civilización europea. Personajes como Joaquín Costa, precursor de esa idea, Ortega y Gasset, el propio Azaña, son claves en ese proceso, que siembra a las clases medias que comienzan a surgir en las principales ciudades del país, y se quiebra con el fracaso de Marruecos, y el recurso a la intervención militar, una intervención que se impone sin siquiera un desfile o una arenga, porque la vieja clase política dinástica encontró en el golpe de Primo de Rivera la salida a la crisis institucional que supuso la derrota militar en el barranco del Lobo y Annual. Un golpe surgido de un ejército humillado que en pocos años llevaría al rey Alfonso al exilio, y alumbraría una república nacida mientras Europa se hacía fascista, y que quiso ser democrática pero no supo ser también liberal.

A partir de ahí, la historia nos es más próxima: la ilusión republicana se hundió en luchas intestinas para dar paso a la Guerra Civil y un estado dictatorial y autárquico. Y otra vez, cuarenta años más tarde, fueron las clases medias las que hicieron avanzar a la nación en dirección a un doble acuerdo para superar el pasado y resolver las tensiones territoriales entre centro y periferia. Un acuerdo constitucional imperfecto y -gracias a eso- estabilizador y duradero que proporcionó al país el mayor impulso político y económico de su historia reciente y nos metió en Europa.

La gran recesión de 2008, el aventurerismo populista de la política indignada surgida de la crisis y el egoísmo de los partidos constitucionales provocaron una etapa de revisión destructiva del mayor logro de la democracia española: ahora vivimos la quiebra de los consensos constitucionales, con una inútil y perversa revitalización simbólica de aquel franquismo que habíamos enterrado para siempre, y de esa Cataluña trágica que incendia sus calles a la búsqueda de un faro que ilumine su viaje a ninguna parte.

Hemos regresado a lo más recurrente de nuestro imaginario colectivo: un país atascado, a la espera de liderazgos capaces de entenderse y de una ciudadanía dispuesta a coger el relevo de sus mayores. Pero han pasado ya casi ocho años desde lo peor de la crisis, y las dirigencias que se nos presentan son siempre peores que las anteriores. ¿Y los ciudadanos? Como en el 98: hablando en los bares y escribiendo en los papeles sobre lo mal que está todo. La mejor receta -nos dice la Historia- para que todo vaya aún peor.