Francisco Pomares

Los seres humanos tenemos una relación curiosa con la muerte. Quizá lo que realmente nos diferencia del resto de las especies que pueblan la tierra es precisamente eso, nuestra voluntad de trascender la pérdida, de burlarla y fijar la vida a su ausencia. En la historia de las costumbres humanas, las asociadas a la muerte nos acompañan desde el mismo momento que nos nació la conciencia. Las culturas evolucionan, cambian los hábitos, pierde comba el dominio de las mitologías y religiones en lo que ha sido durante milenios su principal función y caladero -acompañarnos en el tránsito al más allá-, y los hombres aprendemos a encarar el fin de la vida ajena con laicos homenajes póstumos, florilegios diversos y lloronas necrológicas, que apenas esconden la certeza de la inutilidad de pretender retrasar el olvido.

El miércoles, el Parlamento de Canarias protagonizó el conmovedor esperpento de dedicarse a sí mismo un minuto de silencio por la muerte de Juan Carlos Alemán, cuando Juan Carlos aún no había fallecido. El sonrojo público ante la metedura de pata convirtió la tarde del día de Trump en una cacofonía de informaciones contradictorias sobre el estado del tránsito. No hubo daño, ni tampoco intención, sólo torpeza, teatralidad adelantada y esa abochornante sensación de ridículo general y público que acompaña las grandes columpiadas.

Pero da igual: Juan Carlos se iba a ir, y al final se fue, apenas unas horas después de su minuto de Parlamento apagado. Ocurre que amamos más a los muertos que a los vivos, y por eso ayer fue una cascada de discursos y parabienes, relatos emocionados sobre la vida compartida, condolencias por lo inevitable, anécdotas y recuerdos lustrados para el adiós, una inacabable colección de retratos íntimos y cercanos de un personaje tan diferente e irrepetible como cualquier otro que se va, agigantado por la ausencia. Esa es nuestra forma moderna de hacer el panegírico al finado y enfrentar su adiós.

Pero yo prefiero hoy imaginar al camarada, al secretario general, al cómplice, al candidato, al asesor, al amigo, a todos los Juan Carlos Alemán posibles, presenciando desde una rendija su propia formal despedida, el unánime homenaje prepóstumo de Sus Señorías, prefiero imaginarlo comentando el lance con la alegre socarronería y el desparpajo cotilla de los mejores tiempos. Estoy seguro de que se habría divertido con sus exequias precipitadas y el rubor culpable de los próceres (y próceras) de la región, después de amortajarlo solemnemente cuando aún seguía vivo. Le habría gustado poder verlo y contarlo, vivirlo y reírse con ganas de todos sus colegas, amigos, adversarios y compañeros de afanes, idiotizados antes de su partida en un instante surrealista de entrañable duelo.