Santiago Pérez

La democracia consiste en un sistema de gobierno y en un tipo de sociedad que sólo se ha dado en el marco del Estado/Nación.

La Globalización ha puesto la vida de las personas en manos de poderes que trascienden los Estados y no están sometidos a ningún tipo de control democrático ni a reglas efectivas de gobernanza.

Esos poderes, cuyo anonimato e impunidad el término «mercados» refleja perfectamente, le ponen la proa con armas contundentes a cualquier gobierno que pretenda plantar cara a su programa de desregulación, desigualdad y capitalismo salvaje. Lo hemos  comprobado con los gobiernos europeos de perfil socialdemócrata constituidos en el pasado reciente. Y más últimamente con el gobierno griego de Syriza.

No se trata sólo  de que quede claro quién manda en el distrito europeo de la aldea global, sino de impedir  un  éxito que sirva de precedente. Para que no cunda el ejemplo.

Lo peor que le puede ocurrir a un gobierno progresista en esta época del ocaso de la soberanía de los Estados es incumplir sus promesas electorales. Los «mercados» lo saben y actúan en consecuencia.

La acción de un gobierno progresista debe estar muy pegada y ser explicada constantemente a los sectores sociales que le han respaldado electoralmente. Porque lo que buscarán los «mercados» desde el minuto cero, será impedirle cumplir sus compromisos, separarle de su base electoral, aislarle y debilitarle. Conseguido ese objetivo, sustituirle a corto plazo por un gobierno dispuesto a aplicar el programa que los «mercados» dictan será coser y cantar.

En mi opinión, estas consideraciones son válidas ante la posibilidad de constituir un gobierno progresista, con o sin una holgada mayoría parlamentaria. Porque lo más importante no es tener esa mayoría parlamentaria en origen, sino conservar los apoyos sociales y parlamentarios  durante la actuación de ese gobierno.

Por eso creo que la primera condición para intentar formar y mantener un gobierno progresista es tener bien claro cuál es el escenario, cuáles los márgenes de acción de que dispone y centrar sus promesas y su programa en aquellos ámbitos en donde el gobierno estatal de un país como España puede actuar más eficazmente. Saber que el margen de maniobra es muy pequeño, pero ése apurarlo hasta el límite.

Así podrá mantener el aliento de la mayoría social, que en realidad es la única fuerza con la que ese gobierno puede contrapesar el poder de los «mercados».

PSOE y Podemos, enzarzados estos días en que quede claro de quién será la culpa si  vuelve a gobernar Rajoy o si deben repetirse las elecciones, han ido aproximando sin advertirlo sus posiciones: lucha contra las desigualdades, mejora de la progresividad e los tributos y persecución del fraude fiscal, defensa de los servicios públicos, derogación de la LOMSE y de la reforma laboral del PP, guerra contra la corrupción, reforma electoral…

Esa aproximación inadvertida me sugiere dos observaciones: la primera es que sería cada vez más difícil a ambos partidos explicar por qué, llegado el caso, no han sido capaces de llegar a un acuerdo.

La segunda, que todo ese programa – incluida la reforma electoral –  puede desarrollarse sin necesidad de reformar la Constitución. Y no porque esta  reforma no resulte conveniente; sino porque depende del apoyo del PP, que seguramente no obtendrán.

Además, también en mi opinión, una tarea urgente tiene que ver con la reforma global de la financiación autonómica, para impedir que cualquier gobierno -tanto si se financia por el sistema común (LOFCA) o por el régimen de cupo o concierto, como en el caso de Euskadi y Navarra- disponga de más capacidad gasto por habitante, sin que esto  responda a un mayor esfuerzo fiscal de sus contribuyentes. No se trata de cuestionar los sistemas de Cupo o Concierto, sino de fijar los criterios de negociación, para evitar privilegios y agravios comparativos. Que, por cierto, está en el origen del recrudecimiento del «problema» catalán.Y para ello, por cierto, tampoco es necesaria la Reforma de la Constitución.

La Globalización, los «mercados», la ausencia de gobernanza global,  el ocaso de la soberanía nacional, el debilitamiento de la democracia, la competencia de los países emergentes… todo eso, y mucho más,  no dispensa a la izquierda de sus obligaciones ante la ciudadanía. Pero obliga a actuar  con sabiduría.