Durante la última década hemos sido testigos de la apertura de un nuevo tiempo, tanto en la sociedad como en la política, donde la crispación ha ido ganando terreno sin apenas darnos cuenta de todo lo que hemos perdido por el camino, dejando atrás los tiempos del consenso.

La utilización de las redes sociales, de los bulos y de estrategias sesgadas para generar ruido están marcando la agenda social, mediática y política de nuestro país, sin detenernos un segundo en pensar por qué hemos llegado hasta aquí y, a la vez, meditar qué hemos hecho mal para que estas corrientes desestabilizadoras estén ganando terreno sin que nada ni nadie logre ponerles límite.

Este panorama, nada bueno, ha invadido la agenda política de nuestro país y, en muchas ocasiones, más de las que quisiéramos, absorbe demasiado tiempo a caer en la trampa del “y tú más”, ligado habitualmente a un lenguaje poco cortés que gana peso, ya no solo en las redes sociales, sino también en los templos de la palabra, como son los parlamentos.

Es evidente que el contexto político y social ha ido cambiando; que no siempre llueve a gusto de todos, pero no hay que errar cayendo en acciones de descrédito y bulos que sólo ayudan a generar más malestar. Esta corriente que ha tomado la política nacional es nociva para todos, incluso para aquellos que la promueven, que piensan en un rédito político de futuro, pero no se dan cuenta de que están ante una estrategia cortoplacista que no tiene mucho recorrido, pues la ciudadanía termina hartándose de este ambiente tóxico.

En democracia, el desacuerdo es legítimo e incluso necesario. La pluralidad de ideas es una de sus mayores virtudes. Pero cuando el desacuerdo se convierte en enfrentamiento sistemático, y los argumentos se sustituyen por el insulto o la descalificación, las instituciones pierden credibilidad, la independencia de poderes se diluye y la ciudadanía deja de confiar en ellos.

Debemos recordar que la democracia se alimenta del diálogo, el respeto, la escucha y el entendimiento. No de la imposición ni del ruido. Por eso, los responsables públicos tenemos una obligación ética: contribuir a la serenidad, fomentar los consensos y ofrecer certezas en lugar de confrontaciones estériles.

Las redes sociales, que nacieron como espacios de encuentro y participación, se han convertido en demasiadas ocasiones en herramientas para la polarización. Los bulos, los mensajes simplistas y el linchamiento digital deforman la realidad y debilitan el debate público.

Afortunadamente, Canarias ha demostrado que se puede hacer política de otra manera. El respeto institucional, la búsqueda de acuerdos y la voluntad de sumar por encima de las siglas han sido claves para avanzar en los grandes retos que tenemos como territorio: la cohesión social, la sostenibilidad y la mejora del bienestar de nuestra gente.

No es casualidad que los momentos de mayor progreso en las islas hayan coincidido con etapas de entendimiento entre las distintas fuerzas políticas. Cuando se impone el interés general sobre los intereses partidistas, gana la sociedad en su conjunto.

La crispación no construye. Solo divide y deteriora. Por eso, debemos reivindicar una política serena, centrada en el diálogo, la palabra y el respeto. España necesita menos ruido y más reflexión; menos confrontación y más soluciones compartidas. Y, en este sentido, Canarias debe continuar siendo un ejemplo. La democracia no se defiende con gritos ni con enfrentamientos, sino con responsabilidad, con altura de miras y con el convencimiento de que nuestra labor es servir a la ciudadanía. Esa ha sido, es y continuará siendo nuestra hoja de ruta.