Celebrábamos este 15 de octubre el Día Internacional de las Mujeres Rurales, fecha que aspira a convertirse, cada año, en jornada de reivindicación y de visibilización. Tratamos ese día de dar voz a esas más de tres millones y medio de mujeres que viven en la España rural y, también, a todas aquellas que, en según qué lugares y circunstancias transcurren sus vidas, desconocen incluso la existencia de un día internacional donde ellas son las protagonistas, las homenajeadas.
Más de un tercio de las mujeres del planeta viven en el medio rural. Representan el 43 por ciento de la mano agrícola, pero siempre bajo peores condiciones laborales que sus compañeros varones y que las mujeres urbanas. En España, 177.000 de las 740.000 personas ocupadas en el sector agrario son mujeres (31 por ciento) y de los casi 915.000 jefes de explotación de suelo rústico, solo 261.000 son mujeres (28 por ciento). Si nos centramos en Canarias, vemos que las mujeres representan el 29 por ciento de afiliación al sector agrario, según datos de enero de este año, y de los 88 municipios, 47 tienen menos de 10.000 habitantes, de tal forma que en ellos, en la mujer seguirá siendo, de manera inevitable, protagonista.
El desafío se incrementa en las islas no capitalinas, donde las mujeres afrontan las consecuencias de la doble insularidad también en el campo. Los sectores agrícola y ganadero en islas como La Gomera, La Palma, El Hierro, Fuerteventura y Lanzarote presentan elementos singulares que requieren amplitud de miras a la hora de poner en práctica políticas públicas encaminadas a garantizar la supervivencia de estas actividades.
Históricamente, la mujer rural ha vivido invisibilizada, anónima. Así ha sido durante siglos. La actual situación de marcada desigualdad, precariedad y discriminación es consecuencia directa de ello, y esta realidad se mantiene pese a su papel crucial en el desarrollo de pueblos, caseríos, comarcas o aldeas.
La brecha salarial continúa siendo una constante en el mundo rural, donde las mujeres ganan hasta un 40 por ciento menos que los hombres. Sobre ellas recae una mayor tasa de temporalidad (61 por ciento) y de parcialidad (14 por ciento), con ingresos medios de hasta 15.000 euros menos al año.
También en Canarias, la inmensa mayoría de los titulares de explotaciones agrícolas son hombres, más de 18.500 frente a 7.900 mujeres que, además, regentan explotaciones de menor superficie y productividad, presentes más en el mercado local que en la exportación. Son muchísimas las mujeres que trabajan en explotaciones titularidad de un hombre, bajo la consideración de “ayuda familiar”, sin cotización y sin generar derechos sociales tan básicos como sanidad o prestaciones contributivas. La ausencia de datos que permitan monitorear el peso de las mujeres en la producción agraria en Canarias se convierte en una verdadera alarma: estamos ante un potente freno a cualquier intento de conocer la realidad, de introducir perspectiva de género en su análisis o de impulsar acciones de cambio.
Siempre que se acerca el 15 de octubre, escuchamos que el motor del desarrollo del campo es femenino; nos cuentan que su papel es primordial en la diversificación de la actividad económica, que la mujer resulta clave en la consecución de los Objetivos de Desarrollo Sostenible. Pocas cosas cambian, sin embargo, de este modelo tristemente arraigado, pues se perpetúa la terrible desproporción que existe en cuanto a la representación femenina en los órganos de dirección de empresas agrarias y ganaderas. Resulta lamentable constatar que su acceso a la sanidad o a la educación en condiciones de igualdad respecto a la mujer urbana se ve limitado, y son tantas las barreras sociales y culturales con las que tropiezan que, finalmente, quedan excluidas de debates donde expresar su voz debería ir más allá de un simple derecho.
La lucha por una igualdad real en el medio rural pasa por la puesta en marcha de acciones eficaces en el plano económico, laboral, educativo o sanitario. En el plano social, no se puede ignorar la urgencia de combatir la dramática realidad de una violencia de género que, con tanta normalidad, ha convivido en hogares del mundo rural como consecuencia del aislamiento y de la permanencia de patrones machistas patriarcales. Es un deber moral de las instituciones mejorar la atención, prevención y acceso de estas mujeres a la red de servicios de la que dispone nuestro país en materia de violencia machista.
En este punto, es necesario subrayar el papel esencial que las mujeres inmigrantes desempeñan en el desarrollo del medio rural en España. Debemos exigir a los poderes públicos que hagan prevalecer con garantías los derechos de estas mujeres, por su especial vulnerabilidad y la frecuente sobreexplotación a la que son sometidas debido a esa doble discriminación que sufren como mujeres e inmigrantes. Por otra parte, se debe continuar avanzando en medidas que favorezcan el acceso de las mujeres jóvenes al campo, en el marco de un proceso de diversificación que abra las muchas posibilidades que ofrece el sector.
Nada de todo ello será posible sin la articulación de mecanismos encaminados a la conciliación de la vida familiar, personal y laboral de estas mujeres. A la dureza del trabajo en el campo se suma una carga invisible, ya que son ellas quienes asumen la mayor parte de las tareas de cuidado no remunerado -hijos e hijas, personas discapacitadas o mayores-, duplicándose o incluso triplicándose su jornada laboral.
Los estereotipos y estigmas que históricamente han recaído sobre estas mujeres no pueden ser erradicados sin el impulso firme de acciones coordinadas con el sector. Ni la pobreza, ni el aislamiento, ni la violencia, ni las dificultades de acceso a servicios básicos desaparecerán sin un gran pacto social, político e institucional a favor de la mujer rural, un verdadero compromiso con medidas concretas, reales y realistas.
Recordemos: sin mujeres no hay campo, no hay futuro ni hay sostenibilidad posible. En cada rincón de nuestras islas, desde los bancales de La Gomera hasta La Geria de Lanzarote, desde los campos de Tenerife hasta las gavias de Fuerteventura, las mujeres rurales sostienen la vida, el trabajo y la cultura de nuestro medio rural.
En este punto, quiero poner en valor la labor que en tal sentido desarrolla la Federación de Asociaciones de Mujeres Rurales (Fademur) por promover la participación, la presencia y el empoderamiento de las mujeres rurales en la vida política, económica, cultural y social. No se trata solo de ocupar espacio, sino de transformar nuestro entorno para hacerlo más justo, más igualitario y más sostenible.
El mundo rural no será sostenible, digital y circular si no es femenino, porque las mujeres rurales somos las guardianas de la tierra, del agua, de la cultura y de la vida.
Cada una de nosotras continuará trabajando para que las políticas públicas incorporen la voz de las mujeres rurales, para que los fondos europeos y regionales lleguen a quienes realmente los necesitan y para que cada niña que crezca en el medio rural sepa que puede ser lo que quiera en su vida. Seguiremos, con firmeza y constancia, reivindicando la fuerza de la mujer rural, su dignidad y capacidad de transformación.