Este país necesita un gobierno, como hemos podido comprobar después de casi un año de provisionalidad. Hay muchos asuntos urgentes e importantes que no pueden ser resueltos por quien sigue en funciones después de varios procesos electorales. Es algo que sabemos todos y todas y que padecemos día a día. España no puede seguir sin resolver el gran problema de las pensiones, el del ajuste de los gastos que nos exige la Unión Europea o las transferencias a las comunidades autónomas y ayuntamientos.

Pero siendo ineludible formar un gobierno fuerte, parece que los grandes partidos políticos están más preocupados por sus estrategias electorales y por ganar votos que por el asunto de fondo. A Pedro Sánchez le ha encargado el rey Felipe VI formar una mayoría para la investidura. Y eso quiere decir exactamente lo que se supone que tiene que ser: reunir los votos suficientes –más síes que noes en una votación– para conseguirlo. Que es exactamente lo que está haciendo.

Se le acusa de estar buscando los votos de diputados que están contra los intereses del actual modelo de Estado. Pero es un hecho que todos y cada uno de los trescientos cincuenta diputados presentes en el Congreso son representantes legítimos de los ciudadanos de este país. Sánchez no tiene otro remedio ni otro camino que formar mayoría con los votos que la conforman en el parlamento nacional. Y es entonces cuando surgen los intereses espúreos.

Si el PP considera que apoyarse en cualquier partido independentista catalán es un error que podría afectar decisivamente al futuro de España, tendría que plantearse, como obligación inexcusable, facilitar una investidura anunciando de forma clara y terminante una «abstención patriótica». Tendría que haberlo hecho ya, sin ningún tipo de condicionante o negociación. Lo mismo que hizo una parte del PSOE con Mariano Rajoy, permitiendo su investidura y dando un ejemplo de comportamiento responsable en el que se puso el interés del país por encima del interés del propio partido. No sin costo, por cierto para el partido, que a punto estuvo de desgarrarse por ese sacrificio.

Abstenerse en la investidura no significa facilitar después la acción del Gobierno. Sería en ese nuevo escenario en el que llegaría  el momento de negociar e intentar imponer orientaciones políticas a las leyes y acciones que proponga el nuevo ejecutivo. Pero el PP no está dispuesto a plantearse ese sacrificio y prefiere pescar en el río revuelto de las amenazas que suponen para España depender de una minoría catalana. Y eso, se mire como se mire, es el mayor filibusterismo político que cabría esperar de un partido que dice defender el interés del Estado tal y como lo conocemos ahora.

A Pedro Sánchez se le acusa de que, por su ambición de ser presidente del Gobierno, está dispuesto a poner en riesgo el futuro de este país con un pacto inconfesable. Pero si se mira con la misma óptica, en sentido contrario, al PP de Pablo Casado se le puede hacer responsable, sin lugar a dudas, de que esté cerrando el único camino que tiene Sánchez para no hacer lo que tanto le critican.

Estamos, pues, instalados en la mala política. En la peor. En la que antepone los intereses de las grandes formaciones antes de lo que resultaría mejor para los ciudadanos. En otros lugares de Europa, como Alemania, las fuerzas del socialismo moderado han permitido gobiernos conservadores, por el bien del país. En España, el egoísmo electoral de los conservadores españoles, prisioneros de una ultraderecha con la que quieren competir, está impidiendo la solución más responsable y de mayor sentido de Estado, para la crisis de interinidad que padecemos.

Hace falta un gobierno. Y Pedro Sánchez, el líder del partido más votado en este país, tiene la firme voluntad de formarlo. Quienes lo están impidiendo, poniendo palos en las ruedas de una mayoría sensata, son los principales responsables de lo que pueda ocurrir. Esa es la verdad y toda la verdad de lo que está pasando. Que se está poniendo la carreta de los votos de pasado mañana por delante de la carreta de los intereses de los ciudadanos españoles. Los más perjudicados, sin duda, por la falta de altura política.