Alba Marrero

* Por Alba Marrero (mini relato).- A menudo, solía escuchar en el cole que siempre hay una primera vez para todo. « ¡Nunca he salido a la pizarra, maestra!». «Siempre hay una primera vez para todo, Jaimito». « ¡No se me da bien este ejercicio, profe!». «Inténtalo, María… siempre hay una primera vez en la que sale bien». Y cosas así. A mí no se me daban bien las primeras veces. Nada me pillaba por sorpresa. Muy triste para un niño pero así eran las cosas. Hasta que un día, un martes por la tarde de no hace mucho tiempo, ocurrió en mi vida algo por primera vez: el silencio.

Tenía un poco menos de edad que ahora. En torno a los siete y medio. Ahora tengo ocho y un cuarto. Se siente raro cuando ocurren cosas por primera vez. El silencio me pilló en mi habitación, jugando con los pequeños muñequitos de Lego que me había regalado mi tía Carmita, un día que parecía triste y necesitaba hacer algo bueno por alguien.

Aquella tarde, como todas las tardes, se suponía que tenía que ir a mi habitación a hacer los deberes pero yo, aquella tarde, como todas las tardes, me escaqueaba y jugaba. Soy un niño; necesito jugar. Eso sí, si nos ponían deberes de música, siempre los hacía. Me gustaba mucho la música. Quizá por mi madre. «Cariño, ponte música cuando estés en tu habitación. Será bueno para ti», me decía. Y fue así como, desde que tengo uso de razón, mi madre me regalaba, todos los meses, un CD de esos antiguos que solía poner en el viejo casete que ella me regaló. « Pero mamá… y entonces ¿tú no escuchas música?», le pregunté una vez. «Cariño escuchándote a ti oyéndola y tarareándola, me hace mucho más feliz», me decía mientras hacía otras cosas.

Mi madre cantaba increíblemente bien y me enseñó mucha música. Desde Beethoven, pasando por The Rolling Stones hasta Navajita Plateá. Había mañanas, cuando solo estábamos ella y yo porque papá se tenía que ir a trabajar muy temprano, en las que desayunábamos y cantábamos juntos en la cocina. Me decía: « ¿Sabes que la abuela me hacía cantar cada vez que tenía miedo por los monstruos del armario?». «¿Y qué cantabas?», le pregunté. «Cualquier cosa». «Mamá… yo… yo algunas noches también lo hago. Me ayudas solo escuchar mi propia voz», le reconocí. «Buen chico. Cariño, prométeme que lo harás siempre que tengas miedo. Y cuando más miedo tengas, más fuerte cantarás». «Prometido».

Así que en mi casa siempre hubo música. El silencio no abundaba; no sabía ni qué era ni cómo podía convivir con éste hasta que llegó la primera vez. Me pilló de sopetón y lo que sentí, al principio, fue un poco de alivio pero no se los voy a negar: me tambaleé un poco  y me asusté como cuando ocurren las cosas por primera vez, supongo. Aquel día, la música no me estaba resultando agradable. Se mezclaba con los sonidos de la casa. Ponía la música más alta pero la casa crujía aún más fuerte. Y más. Y más. Ese día era el primer día de mi vida en el que odié un poco la música.

Ese mes no había recibido mi CD nuevo porque mamá había tenido una caída muy fuerte paseando con papá y apenas podía levantarse de la cama. Por primera vez, aquella tarde, quería algo de silencio. Quizá fue el estruendo. Mis muñequitos de Lego habían vibrado. Mi habitación también y mi corazón sintió un pinchazo. Fue tal el estallido que la música se paró de golpe. Por primera vez, aquel cacharro se paraba. Cuando mi madre se enterara…

Todo se quedó en silencio. No supe muy bien qué hacer. Normalmente, la música siempre se mezclaba con las conversaciones «de mayores» de papá y mamá y siempre pensaba que si alguna vez paraba la música, escucharía lo que decían, aunque mamá me lo tenía terminantemente prohibido: «Pase lo que pase no apagues el casete». Pero aquel martes por la tarde, cuando se paró el casete, se paró todo. No se escuchaban las paredes crujir, ni el piso, ni a papá y mamá. Me sentí raro. ¿Es así como se sienten las personas cuando sienten algo por primera vez? Salí de la habitación. Quería ver cómo era mi casa en silencio.

  • ¿Mamá? — pregunté desde el fondo del pasillo. Nadie contestó.
  • ¿Papa? — pregunté de nuevo, aunque recibí mucho más silencio.

Me acerqué al salón donde ellos siempre estaban hablando de «cosas de mayores». Y mamá parecía dormida. Aunque nunca le había visto dormir en el suelo. Era raro. Había mucha sangre en el piso como cuando me caí en la bicicleta hace un año y me hice daño en la rodilla. Aquel día me impresionó mucho la sangre, por todas partes, y mamá me decía: «No pasa nada, cariño… si bebes mucha agua, la sangre siempre vuelve». No recuerdo que mamá montase en bicicleta. Le preguntaré cuando despierte. Papá no estaba. Cogí un vaso de agua, para cuando se despertara y me senté en el suelo. Al lado de ella. A mamá le costaba mucho dormir por las noches así que no le despertaré. Dejaré la casa en silencio. Aunque, sinceramente, yo… yo se lo había prometido. Si tenía miedo, cantaría. Así que canté.

Este es un relato ficticio. Teléfono de violencia de género: 016.

* Periodista