Abraham Darias Barroso

No son las elecciones más breves ni las más sencillas, pero son las más importantes. Primero porque son las que nos toca; y luego porque de ellas dependerá lo que nos siga tocando y lo que les tocará a quienes vienen después de nosotros. Niños, quienes les gustaría crecer sanos y asistir a una escuela competente; a usted y a mí, que nos haremos mayores y nos gustaría estar bien atendidos; a las mujeres que hacen temblar los techos de cristal. El asunto, visto desde esta óptica, parece serio.

Y lo es. Allí verán cinco urnas –de verdad se lo digo–. Cinco. Cada una identificada con un color distinto. Todos atractivos y amables. Y en ellas usted y yo depositaremos la opción que nos merece toda la confianza. El ejercicio de la democracia tiene esas cosas: mayormente apoyamos las opciones que proponen avanzar. Las que respetan y hacen respetar la personalidad de los territorios. Las singularidades. Y las que se comprometen con la defensa para con los suyos primero y se solidariza con los demás, también. Lo que les cuento habla sobre una de esas urnas.

Para el color amarillo, concretamente. La que sirve para el Parlamento de Canarias. La que votan igual en Valverde como en El Cercado. Esa innecesaria idea por la que apostaron los mismos líderes que ahora la evitan, refugiándose tras el escudo de una circunscripción insular, esperando auparse como diputados sin evaluarse ante un tribunal territorial. Hay que ver…

De cualquier modo, en Coalición Canaria hemos aceptado las reglas. Nuestro presidente lidera –él sí– esa papeleta amarilla de la que les hablo, asumiendo por sí mismo un contrato vinculante con Canarias. Y junto a él marchamos. El contrato dice, entre otras cosas, que Canarias será gobernada primero por los canarios, y luego para los canarios; y dice que se hará con sentido de responsabilidad, solidaridad y diálogo. Quienes lo firman serán responsables de defender que esta comunidad reciba el dinero que le corresponde. No porque lo digamos nosotros –que también–, sino porque se trata de respetar las reglas de convivencia. Las que hacen posible que Sanidad, Educación y Servicios Sociales alcancen el mejor desarrollo. Quienes crean que el buen gobierno se alcanza sin asumir estos  compromisos, sin haber rendido cuentas o esperando que desde otro lugar –a dos mil kilómetros– envíen las directrices a cumplir, a ellos les digo que hallarán un mal gobierno. Y eso es peor que una utopía.

Recuerdo ahora la anécdota que contaba Eduardo Galeano: Un estudiante preguntó en una universidad a un cineasta argentino amigo suyo para qué servía la utopía. La utopía, dijo, está en el horizonte: sabemos que tardaremos en alcanzarla; que caminaremos diez pasos y el horizonte diez pasos se alejará; que cuanto más haga por llegar a él tanto más se alejará. La utopía –y este contrato con Canarias– sirve, en definitiva, para eso: para avanzar. Y si me equivoco, me lo dicen.