Casimro Curbelo

Expertos, arquitectos y urbanistas de todo el mundo se han dado cita en estos días en Canarias para celebrar en La Gomera el IV Congreso Mundial sobre Bancales. Son construcciones escalonadas que están ahí, en nuestras montañas, como testimonio de lo que nuestros antepasados hicieron para poder cultivar las laderas. Allí levantaron muros de piedra y crearon llanos o canteros que ascendían como peldaños hasta la cumbre. Allí llevaron el agua que sacaban de las entrañas de la tierra, construyendo canales por los riscos, con la fuerza de sus manos y transportando los materiales en bestias de carga, cuando no sobre sus espaldas. De esa raza de gente dura como las piedras venimos, aunque a veces se nos olvide.

El desarrollo de nuestras sociedades, el crecimiento de las ciudades y las infraestructuras, hizo nacer una sociedad distinta. El comercio, la industria y sobre todo el turismo, llamaron con sus irresistibles cantos de sirena a los que trabajaban en la agricultura. Porque en el campo se trabajaba mucho para tener muy poco. Paulatinamente, los pueblos se fueron desangrando; fueron perdiendo jóvenes que se marchaban a buscar una vida mejor en las zonas donde había ofertas de un nuevo trabajo. En este país se acuñó la frase de «los desertores del arado» para hablar de la gran migración de quienes huían de la agricultura para refugiarse en otros trabajos mejor remunerados y menos duros.

Hace unos días, los jóvenes del mundo han lanzado un grito de aviso a todos los gobernantes y pueblos del planeta:»ni un grado más, ni una especie menos». Nos acusan de estar robándoles su futuro de no hacer nada para luchar contra el cambio climático. Y es cierto que para resolver los muchos problemas de hoy a veces estamos comprometiendo las soluciones del mañana.

Si uno mira la huella que dejaron nuestros antepasados en esos paisajes aterrazados y la comparamos con la que estamos dejando nosotros, con hierros retorcidos, solares devastados, piche, estructuras abandonadas… La conclusión es desastrosa. Por supuesto que tenemos que desarrollarnos. Por supuesto que tenemos que dar de comer a nuestras familias y trabajo a nuestros hijos. Pero no a cualquier precio y no de cualquier manera.

Nosotros no podemos cambiar el mundo, pero podemos cambiar nuestro mundo. Nosotros debemos lograr que la isla en la que vivan nuestros nietos sea mejor que la que vivimos nosotros. Y para eso tenemos que restituir el paisaje, embellecer los rincones, mantener intactos nuestros valores naturales y proteger y cuidar el medio ambiente. Hacer las cosas de una manera nueva y responsable.

Yo no mitifico la vida del buen salvaje. Y no somos el patio trasero de nadie. Ya he dicho más de una vez que las islas verdes de Canarias –La Palma, La Gomera y El Hierro– no estamos dispuestas a ser un parque temático para que los canarios de las islas desarrolladas vengan de vez en cuando a respirar naturaleza. Nuestra generación sabe lo que es tener un solo par de alpargatas y vivir con lo justo. Por supuesto que queremos y necesitamos un desarrollo que nos permita disfrutar de una mejor calidad de vida. Pero no a costa de nuestra isla.

Los bancales fueron la manera que encontraron nuestros antecesores para cultivar lo que necesitaban para la vida. Es un paisaje que se encuentra por todo el mundo, desde las montañas de Perú hasta el Mediterráneo. Y forma parte de una cultura y una manera del ser humano de adaptar el territorio y combatir la erosión. En muchos rincones de España –y de Canarias– hoy pueden verse esos paisajes aterrazados en el más absoluto abandono, invadidos de matorrales y con sus muros caídos. Las normas absurdas a veces convierten el hecho de levantar una pared que se ha caído en una tortura y durante años hemos maltratado a nuestros agricultores cuando deberíamos haberlos tratado como héroes. Los países se construyen sobre la modernidad, pero se destruyen si no tienen despensa.

Tener a esos expertos de todo el mundo en nuestra isla me ha servido para recordar lo que son y lo que significan los bancales en nuestra vida. Un paisaje singular, de enorme belleza, que se adaptaba armónicamente con el territorio. Un paisaje en donde está escrito el esfuerzo de esas generaciones que lucharon con muchos menos recursos que nosotros para darle un futuro mejor a sus hijos y que nos legaron una isla enormemente bella y bien conservada. Nosotros debemos hacerlo, por lo menos, igual de bien.