A pesar de mi proclamado ateísmo me preparo para celebrar, un año más, estas fiestas llamadas Navidad. No trato de disfrazar la celebración como “Solsticio de Invierno”, aunque en realidad lo sea. No hay contradicción. Celebro ambas cosas, así que, para empezar bien ¡Feliz Navidad! y ¡Tamggazt Tabburt n Tagerst!

Yo no creo, como apuntaban Nietzsche o Heine, que Dios haya muerto o esté a punto de morir. Solo puede morir lo que tiene vida real. No mueren los seres míticos o los creados por la ficción porque solo existen en el imaginario personal o colectivo, no en la realidad. ¿Puede morir Don Quijote o desaparecer la Isla de San Borondón? ¿Puede morir el gringo Superman? Dios, los distintos Dioses desde los gecoromanos a los judíos, cristianos, musulmanes, los hinduistas y cualquier otro de los muchos repartidos por el ancho mundo -entre ellos la más o menos docena de los nacidos de madre virgen durante el Solsticio de Invierno desde el egipcio Horus (3.000 AC) hasta Jesús- pertenecen todos a la categoría de seres mitológicos. Igual que los demonios que no pasan de ser el “alter ego” de los dioses. A estas alturas de la vida, como reza el viejo himno, no creo en salvadores, sean Dioses, Reyes o Tribunos. A la fe opongo la razón con algo de sentimiento. ¿Porqué entonces celebro la Navidad? Sencillo. El cristianismo no ha dejado hueco pa’ninguna fiesta sin su santo o virgen correspondiente. Salvo los gringos que poseen ese “Día de Acción de Gracias” a caballo entre lo civil y lo religioso, la religión y, de una forma u otra ninguna de las religiones monoteístas, contienen días comunales en que la memoria, el recuerdo, la convivencia familiar sea el motivo fundamental de la celebración y, a lo largo del tiempo ha sido, en nuestro horizonte anímico, la Navidad la que ha ocupado ese hueco. Por eso, celebro la Navidad aunque no me conmueva el nacimiento de ningún niño-Dios y aunque utilice toda la parafernalia que lo rodea como una parte obligada del rito festivo.

Nací y pasé mi infancia totalmente inmerso en una cultura no solo judeocristiana sino nacionalcatólica a la fuerza. “Caralsol” matutino a la entrada a la escuela, brazo en alto, y “El Espíritu impera” de Isabel y Fernando a la entrada por la tarde. Catecismo del Padre Ripalda o del Padre Astete, misa dominical –en latín hasta el “Ite missa est”- obligada, formados en fila bajo la atenta y vigilante mirada del maestro o profe de turno, el “Tantum Ergo” del Pange Lingua los jueves por la tarde y la también obligada confesión del sábado sin saber qué coño decirle al cura que sonara a pecado y teniendo como preguntas vitales para la salvación del alma la de ¿podemos beber agua antes de comulgar?
Completaban nuestro horizonte vital extra-eclesiástico los consabidos asaltos a las peras de Cho Juan Milhombres, a los nísperos de la calle de Las Cruces y las pedradas a los dátiles de manteca del Camino Largo y a salir corriendo cuando venía el vigilante, palito en mano y sombrero calado. Lo llamábamos “el Pajarero” por ser un artista apresando canarios de la tierra con la jiñera o con varillas de gamona y leche tabaiba dulce en la Fuente del Cuervo o en la de La Negra en la Mesa Mota, coto de caza también de Jeromito que vendía luego los canarios a peseta cada macho. Completaban la acuarela infantil las guirreas a la pedrada con el Barrio del Timple y los baños en el Charco de La Fajana en el Barranco de la Carnicería o de Gonzalianez, morada de Cha Lorenza “la Barrendera”.

Llegados estos días de diciembre aparecía por mi casa mi tío Benjamín para hacer el portal. Se colocaba en un lado del comedor un tablero de unos dos metros de largo sobre dos burras y allí se armaba el pandemónium. Mi tío no era de los de montañas de papel pintado con tinte canelo de zapatos. ¡Qué va! Benjamín era –y es- un artista en todo. Pintaba al oleo y a la acuarela pero nunca las falsas montañas del nacimiento. Eso era rebajar el naturalismo de las composiciones. Las hacíamos con piedras y los campos con tierra de la pequeña huerta trasera de mi casa. En latitas de sardinas enterradas se hacían los plantíos de trigo, cebada y alpiste. De la Cruz del Carmen se traía aquel musgo entre gris y dorado de las barbas de capuchino; del Lomo de San Roque el musgo vivo de las rocas y los pequeños helechos que tapizaban el suelo y, de los alcornoques que separaban la Finca de Cifra del Camino del Pozo Cabildo, sacábamos las gruesas planchas de corcho rugoso pa’la cueva del establo.

Las casas las hacíamos con láminas de corcho y tejados del cartón de pequeñas ondas que forraban las botellas de sidra que venían de España, todo coloreado, con acuarela y tintes de la zapatería de D. Lorenzo Bruno o de la Ferretería Pimienta que despachaba Don Zoilo “el de los huevos de plomo”. Terminado el paisaje de fondo colocábamos las figuras que, a lo largo del año, permanecían guardadas en su caja de cartón en el suelo tras el aparador. Aparecían los relucientes ríos de platina –trabajosamente planchada de los envoltorios de los chocolates Feria- que desembocaban en lagos de espejo con sus patos, casi tan grandes como la lavandera arrodillada a su inmóvil orilla. No nos chocaba que un pastor fuera más grande que la casa, aunque Benjamín hacía todo lo posible por guardar las proporciones. Se empezaba a trabajar con La Concepción y ya para el 20 estaban las hierbitas crecidas y toda la parafernalia asentada.

Ese fue “mi” nacimiento, que duró hasta el año 1949. El 11 de noviembre de 1950 cayó el que los canarios llamaron “el temporal de Franco”. La gente decía que Franco, que llegó de visita en ese noviembre a esta colonia, arrastrando a su guardia mora y su coche blindado, había traído el fuerte temporal que azotó Canarias que, por ello, se ganó el nombre. La vieja Aguere se inundó totalmente. En la Plaza de la Catedral, Narciso de Vera Marrero, el de la “Imprenta Vera”, alcalde en ese entonces, muy querido en La Laguna y amigo de mi padre, había mandado a hacer unos “aseos” en un sótano excavado en la plaza, cerca de la puerta lateral catedralicia y frente a “la Contribución” y a la dulcería de Dª. Rafaela. El “agujero de los retretes”, como lo llamaba Panchito “Hesperidito”, quedaba al lado de donde Manolo “el Cojo” ponía su tenderete de pañuelitos, postales y otras fruslerías pa’los chonis. Nosotros, los chinijos, perseguíamos sañudamente a los escasos ingleses que venían a ver la Catedral con el sonsonete de “Choni,Choni, wani peny, wani peny” hasta que, cansados, nos tiraban algunos peniques que, luego, Manolo nos cambiaba por perras gordas. Los flamantes y nunca acabados retretes, a los que ya de entrada había que vaciar continuamente de agua con una bomba, quedaron hechos una peligrosa piscina subterránea. Fue tanto el temporal que las vacas bajaban muertas, flotando hinchadas, desde la parte de San Diego y que Roberto Calimano navegó por el Camino Largo y la Carretera Tejina a bordo de una bañera de cinc.

Ese temporal–tenía que ser de Franco- fue la muerte de mi nacimiento. En mi casa, en el borde de la antigua laguna que dio nombre al lugar, toda la planta baja alcanzó más de medio metro de agua durante días. Las figuritas del portal le hicieron caso al Génesis con aquello de “pulvis es, et in pulverum reverteris” y quedaron hechas un mazacote de masapé dentro de sus cajas. Se trató de rehacerlo comprando algunas figuras en “El Candado”, entonces propiedad de D. Imeldo Delgado, pero nunca llegó a alcanzar la ingenua belleza de aquel primero y fue, poco a poco, muriendo ante el empuje de los recién llegados a la navidad canaria: El árbol de navidad

Mi hermana María Jesús nació ese año de 1949 con mucha antelación a lo previsto. Justamente en la Nochebuena, a las 12 y pocos minutos de la noche, con el enfado familiar de que una señora del Ortigal parió un minuto antes y se llevó la “canastilla” con que la Sección Femenina premiaba a la parturienta que hiciera diana más cerca de las doce. Recuerdo que de la Palma, del Hoyo de Mazo, Miriam Cabrera nos había enviado un saquito de almendras para la navidad y de Tirimaga Mélida Rocha rapaduras, completando así los higos pasados del Hierro que traía mi tía Mina. En Los Rodeos, una parienta de mi madre, Ana María, estaba casada con un suboficial de aviación que, en el economato militar, nos había comprado turrones, peladillas y piñones. Otra prima de mi abuela Guillermina, Carmen Santana, a la que llamábamos cariñosamente “Mani”, había hecho truchas de batata y rosquetes laguneros. Todo ello prometía una gran Nochebuena pero todos esos manjares se quedaron sin ir a la mesa por la llegada de May. El parto fue en mi casa con D. Ecolástico Aguiar Soto de médico y la partera auxiliándolo. A eso de la una me llevaron a ver a “la niña”. Era el primer recién nacido que veía y el recuerdo más fuerte que guardo era que creía que, al crecer, iba a ser horrible con tantas arrugas en la cara y un pelo tan raro. De esa noche son los recuerdos más antiguos que guardo de una comida navideña. Nadie me controlaba y me fui a la cama provisto de tanta cantidad de almendras, pasas, higos pasados, rapaduras, peladillas y piñones que el día 25 amanecía con un enorme dolor de barriga.

El nacimiento de mi hermana determinó que en mi casa se diera más relieve al día 25 que a la Nochebuena. La comida familiar reunía en casa a mi abuela Carmen, a mi tío Paco con su esposa Isabel Duque, a mi tío Mónico Ramón y a cualquier otra familia que llegara. No faltaba la gallina, criada en casa junto a los gallos de pelea que casteaba mi padre, que se mataba desde el “día de la lotería”. Ese día aparecía por casa Guillermo Carrión que traía del matadero un gran balde de sangre de cochino ya batida y los menudillos lavados para hacer las morcillas dulces. Se completaba la comida con pescado al horno y cabrito de Las Carboneras y de postre, un gran “Gato Moka” hecho con aquella mantequilla “Anchor” que traían los cambulloneros y erizado de almendras, además de los inevitables turrones y las piñas de almendra hechas en casa. Siempre venía a las horas de la comida, con su cámara para dejar constancia fotográfica del evento, Linares, uno de los fotógrafos “oficiales” de La Laguna junto con Agustín Guerra, Zenón padre y, algo más tarde, Antonio García. Esa comida se repetía en Fin de Año con alguna variación, pero solo para los de casa y sin fotógrafo.

Fue por esas fechas, adentrados los 50, cuando comenzaron los árboles de navidad. En mi casa, lo hacíamos con una rama que cortaba todos los años de unos pequeños pinos que había en un solar del Camino Largo en el cruce con la actual calle Concepción Salazar. Solo el árbol con los adornos de cajas de fósforos cuidadosamente forrados con papeles de platinas de color de los bombones que fabricaba y vendía Doña Rafaela Rasero en su dulcería-panadería de la Plaza de la Catedral y bolas que se compraban en Casa Penedo, de colores e irrompibles, que rebotaban si se caían al suelo. Nada de Papá Noel ni regalos navideños, salvo para May por su cumpleaños, hasta que, unos años más tarde, se empezaron a repartir los regalos. En Navidad, la ropa y en Reyes los juguetes.
El espaldarazo a estos árboles navideños caseros lo dio el Orfeón La Paz en 1957 cuando adornó por primera vez la gran araucaria de la Plaza de la Concepción frente al local social del mismo Orfeón. Se colocaron en las ramas enormes paquetes de cajas de cartón primorosamente forradas de brillantes papeles de colores y grandes cintas doradas. Desde la estrella de la copa al pie colgaban tiras de bombillas. Cubos pintados de purpurina y falsos badajos de cartón eran las campanas de la gloria. De la fábrica de botellas del final de la calle San Juan, junto a la iglesia y frente al trapiche, se traían primorosas lágrimas de cristales de colores. Los más de 30 metros de árbol iluminado se veían en las noches aguereñas desde La Esperanza hasta la Cruz del Carmen. Como proclamaban el “General” Fagón y su inseparable Daniel “el Huevudo”, “ni en España ni en Europa hay uno tan grande”.

Al pie del árbol se colocaba un nacimiento con el niño en un pesebrito de paja. Después de un par de años y con el visto bueno del obispo Pérez Cáceres, que certificaba que aquella era una costumbre católica respetable, al lado se ponía un Papá Noel de cartón con una hucha en la mano que recogía las monedillas que los niños le ponían destinada a comprar juguetes para los niños pobres del municipio que, dicha sea la vedad, eran la mayoría.

Los paquetes, con una gran escalera pegada al tronco y guindados en las ramas, trepando como monos, los colocaban conocidos orfeonistas como Evelio, José Carlos, Pablo “el matancero”, Pepe “el cartero” y otros muchos que no recuerdo bajo la atenta mirada y la ayuda de otros personajes del mundo orfeonista lagunero como Pepe Mederos “el de la funeraria” –siempre dispuesto a un cachondeo- Tomás Morales, Miguel Feria, Agustín Santana, Pepito “el barbero”, los hermanos Manuel y Antonio Glez “los Campaneros” y la supervisión del entonces presidente del Orfeón lagunero, Luis Ramos Falcón, uno de los patronos de mi padre en los Almacenes Ramos donde trabajaba de relojero.

El director del Coro, Manuel Hernández, que con escaso éxito trató de enseñarme a tocar la bandurria, dirigía a una nutrida colección de voces como las de Alayón, Paco Penedo padre, Félix Rupérez, Luciano de la Rosa, Pepe Abrante, Luis y sus hermanas Luisa y Mercedes Machado, Yayita Ríos y su hermano Juanito “Besaca” (“doblanha al vesre nerogula”) Ricardo el abanderado……..que cantaban villancicos todas las tardes ante el niño Jesús, apesebrado al pie del árbol. Sobre todo se cantaba “Lo Divino” que mi padre –que no cantaba por peligro de lluvia, virtud que yo he heredado- me decía que lo había compuesto Fermín Cedrés en el piano del Teatro Leal donde, junto a Luisa Machado, tocaba cuando el cine mudo.

En realidad, los Reyes Magos eran la culminación de la Navidad y, para el piberío, la parte más importante de la misma. La discusión filosófica más común para los chinijos por estas fechas era acerca de la naturaleza “paternal” o “real” de los Reyes Magos, con acendrados defensores de ambas tesis. Como foto fija, retrato de esa época, recuerdo el sigilo medroso con el que Enrique Romeu, hoy Conde de Barbate y embajador de España vaya usted a saber donde, me comunicó en el zaguán de su casa ¿Sabes? ¡Ya digo coño! Motivo innegable de confesión y penitencia pero que confirmaba la naturaleza “paternal” de los Reyes porque, de otra forma, si los Reyes no fueran parte de la mitología se hubiera quedado sin juguetes. Ese pagano conocimiento no era obstáculo para que siguiéramos poniendo el atadito de hierba fresca y el vaso de agua pa’los camellos y la copita de Marie Brizard pa’los Reyes. También son de ese día de los Reyes mis recuerdos más antiguos. Una ropa invernal –abrigo y cachucha- que me hizo mi madre y un camión de madera que hizo mi tío Vicente Acuña al regreso de prisión, primero del Campo de concentración del Lazareto de Gando y luego de los Salones de Fyffes.

Los años han ido dando a la Navidad un halo cada vez más triste y melancólico. Trae los recuerdos de todos los que participaban en aquellas comidas y que ya moran hoy en nuestro sentimiento que son casi toda mi familia. Me trae el de mi hijo Tinguaro muerto en una Nochebuena ¡qué ironía! de hace 18 años y me trae el de tantos amigos con los que compartí los belingos de esos días. Ni siquiera el Árbol del Orfeón permanece, como tampoco aquel ingenuo portal que montaba Tomás Morales en el tanque de los patos catedralicio, con su Teide echando el humo de los puros de Sastrón. Aún así sigo celebrando la Navidad como una auténtica fiesta de la memoria, el sentimiento y el recuerdo y lo combino con la promesa de futuro y vida que representa todo Solsticio

Repito por ello a toda mi familia, a todos mis amigos y a todo ser humano sea del color y la etnia que sea: ¡Feliz Navidad! y ¡Tamggazt Tabburt n Tagerst!

Francisco Javier González.
Gomera a 21 de diciembre de 2016