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Nochevieja: el porqué de las uvas y otras tradiciones

Guardias urbanos comparten sidra con gente que se encuentra en la Puerta del Sol esperando las campanadas en 1931. / EFE

Se sabe que religión y superstición coinciden en una cosa: el propósito de poner coto al azar. La costumbre madrileña de tomar 12 uvas la noche del 31 de diciembre en la Puerta del Sol consiste en la celebración de un rito orientado a domeñar el azaroso futuro del nuevo año.

En su origen, según algunos, cabría remontarse a prácticas paganas heredadas de la cultura imperial de Roma. Allí se festejaba con higos y dátiles el tránsito de los años, para combatir con su dulzor amarguras pasadas e imaginar vísperas gozosas. De ello habría quedado remoto eco en ciertos hábitos de la aristocracia europea, que en tiempos modernos ingería tres uvas, regadas con champán, al declinar la mágica noche de San Silvestre. Tal costumbre se adentró en los salones nobles madrileños.

El talante zumbón del pueblo llano de Madrid llevó a muchos lugareños a congregarse bajo el reloj de la Puerta del Sol, rompeolas de todos los madriles, para mofarse de tan nobiliaria —y cara— tradición. Fue a partir de un impreciso fin de año del último tercio del siglo XIX. Al arrancar el siglo XX, una cosecha excedente de uvas alicantinas inundaría la ciudad de doradas bayas a bajo precio, asentándose así, desde entonces, una tradición que alcanza hasta nuestros días. Las uvas procedieron durante décadas del enclave levantino de Vinalopó.

La Puerta del Sol debe su nombre al astro estampado en el portón de la cerca medieval erguida en su lar.

La Puerta del Sol debe su nombre al astro estampado en el portón de la cerca medieval erguida en su lar. Históricamente atraía el azogue de transeúntes, comerciantes y mendigos, así como la quietud de cesantes, artesanos y mirones. El escritor italiano Edmundo D’Amicis se mostró perplejo al confirmar el incesante trasiego de la plaza, que aún hoy refleja el latido más vital de la ciudad. Inmigrantes asturianos, maragatos y gallegos, consiguieron instalar sus casas regionales en el contorno de la Puerta del Sol para combatir desde ellas la añoranza.

Escenario de los más bellos ocasos capitalinos —Puesta del Sol han llegado a llamarla—, quedó dedicada al astro solar y virada al Oriente ya en 1478; hasta entonces había sido linde arrabalero de la villa bajomedieval; al poco, sede hospitalaria con la iglesia-asilo del Buen Suceso; campo de batalla comunero en 1521; pórtico receptor de cada monarca nuevo adentrado a la Corte imperial una centuria después; y en el Siglo de Oro, mentidero mayor del reino en las gradas del monasterio de San Felipe. Ya en el arranque del XIX, quedó regada con sangre de los patriotas alzados contra Napoleón. Vibraría en clave republicana el 14 de abril de 1931 y, durante 40 ominosos años, su subsuelo sería prisión y sala de tortura de miles de antifranquistas, bajo el mismo palacio donde, ya en democracia, tomaría su sede el Gobierno regional. El 15 de mayo de 2011 se tornaría volcán de rebeldía juvenil tras ser pacíficamente ocupada por miles de personas. Plaza de forma semielíptica, conserva el nombre de puerta y a ella afluyen 10 calles de nombres dinámicos como Carrera de San Jerónimo, Carretas o Casa de Correos; en esta se alza el reloj donado por el exiliado liberal Losada, que regala las 12 campanadas.

Hoy, la Puerta del Sol es un grato espacio urbano. La línea de cornisa que remata sus inmuebles traza un eje simbólico coronado por balaustradas. Una de ellas muestra la enorme y trasladada botella de un caldo de uva andaluza. La botella se salvó de la piqueta por azar. El mismo azar que parecen querer embridar quienes a la Puerta del Sol acuden la última noche del año, a tomar allí las uvas.

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