“La decisión política adoptada sobre el modo y forma de la existencia estatal, que integra la sustancia de la Constitución, es válida, porque la unidad política de cuya constitución se trata existe, y el sujeto del Poder constituyente puede fijar el modo y forma de esa existencia…Legitimidad de una Constitución no significa que haya sido tramitada según leyes constitucionales antes vigentes. Tal idea sería especialmente absurda.”

Carl Smith (Teoría de la Constitución)

Puigdemont no traicionó este martes al pueblo de Catalunya, en cuyo nombre habla y decide y cuya autoridad soberana se atribuyen íntegramente los constituyentes catalanes. Porque de eso se trata.

Cuando, este martes, el presidente del Govern terminó su discurso había empleado la táctica del cuco: cantar en un sitio (el Pleno del Parlamento) y poner el huevo en otro (la Declaración de Independencia, firmada momento después por el nuevo Poder constituyente).

Puigdemont no aludió en ningún momento —y la sustrajo así del debate parlamentario— a la Declaració que iban a firmar una vez levantada la sesión. Y fue entonces cuando pusieron el huevo.

La Declaración es terminante: “Constituimos la República catalana. Disponemos la entrada en vigor de la Ley fundacional de la República. Iniciamos el proceso constituyente. Afirmamos la voluntad de abrir negociaciones con el Estado español…dirigidas a establecer el régimen de colaboración en beneficio de ambas partes”. Y aclara perfectamente el alcance del diálogo, cuyo ofrecimiento solemne encandiló a casi todos los analistas que escuché anoche. Hasta que apagué la luz.

El portavoz de Junts per el Sí, al explicar la validez del referéndum y de sus resultados, no utilizó ni un solo argumento jurídico, ni una sola referencia al orden establecido por la Constitución de 1978. Solo argumentos políticos.

Apostillaba de esta manera la afirmación de Puigdemont : la Constitución de 1978 es un marco, pero “hay democracia más allá de la Constitución”. Una democracia cuyas reglas las fijan a su antojo los representantes (solo ellos, porque solo ellos la representan) de la vieja/nueva unidad política soberana: Cataluña.

Ponerse a elucubrar sobre la si Puigdemont declaró o no la independencia en su discurso es perderse tras el canto del cuco. Al argumento de Miquel Iceta (no se puede suspender lo que no se ha declarado) se puede oponer sobre la marcha que se suspende lo que se ha declarado, que se suspende (precisamente) porque se ha declarado previamente. Pero todo eso es guiarse por el canto, correr detrás de la liebre.

La clave es la Declaració. Y su validez política y jurídica, para los constituyentes catalanes, no depende de la Constitución española. Medir la juridicidad de un nuevo Poder constituyente y de una nueva Constitución con los preceptos de su antecesora es “machacar en hierro frío”, reforzaba Carl Smith citando a W. Burckhart.

Toda la sucesión de actos del procés ha sido, desde el primer momento, un quebrantamiento de la Constitución Española (las cadenas de las que hay que librarse, según Anna Gabriel) que no fue aprobada como “un punto de partida” para llegar a donde Puigdemont cree estar llegando, sino que regula un modo de convivencia entre las personas y los pueblos de España con vocación de perdurabilidad. Y unos procedimientos para su reforma.

Lo que está ocurriendo es lo más parecido a una revolución de tipo clásico que uno puede imaginarse en una España como la de ahora. Un siglo después de la Revolución rusa.

Las normas jurídicas, también las fundamentales que contiene una Constitución, están pensadas y redactadas sobre el supuesto de que van a ser acatadas, aplicadas razonablemente y con una buena fe elemental. No pueden prever la inagotable gama de tretas y maniobras que pueden urdirse para desobedecerlas. Especialmente cuando esa desobediencia proviene de poderes públicos como la Generalitat, que cuentan con más que sobrados asesoramientos para perpetrar un fraude legal y un levantamiento contra la Constitución.

Por eso, solo y todo lo que está ocurriendo es legítimo para quienes se sienten portadores de un nuevo poder constituyente. Tan legítimo para ellos como inaceptable para los catalanes y españoles que respaldamos la democracia constitucional fundada en 1978.