Francisco Pomares

Veinte años después de haber sido «oficialmente» barrido del discurso político de Coalición, el insularismo ha vuelto. ¿Ha vuelto? Algunos dirán que no se fue nunca. A fin de cuentas, la pugna política derivada del viejo pleito siempre ha permanecido larvada en el tira y afloja presupuestario, en el debate sobre la representación electoral y en las sumas y restas sobre la distribución de sedes o los repartos de cargos. A pesar de esas excrecencias del pleito, la asunción del Estatuto de Autonomía por parte de todos los partidos parlamentarios vino a suponer en Canarias algo parecido a lo que la aceptación de la Constitución supuso en el sistema nacional de partidos, una suerte de consenso general sobre las reglas del juego.

Contando incluso con algunos episodios de enfrentamiento interinsular, alimentados por los medios, y fruto del escaso peso político de Coalición en Gran Canaria, el problema de la representación insular se fue sorteando en los últimos años con sucesivos gobiernos de Coalición en los que la «cuota» de poder de Gran Canaria en la administración regional venía representada alternativamente por el PP -muy mayoritario en la isla redonda, y muy cohesionado regionalmente bajo la dirección del grancanario José Manuel Soria- o por el PSOE, con un discurso regionalista muy nítido y asumido por las sucesivas direcciones socialistas, controladas en los últimos años por liderazgos con mayor presencia grancanaria.

Ese equilibrio de fuerzas, siempre deficitario para Gran Canaria en el Gobierno, fue sorteado por el cumplimiento más o menos regular de una vieja máxima bastante extendida en Tenerife, según la cual, la isla que preside el Gobierno paga peaje por hacerlo. Es discutible que así haya sido, pero el Archipiélago no se vio enfrentado a problemas serios de enfrentamiento institucional hasta que José Miguel Bravo de Laguna -con dificultades para compartir su liderazgo con Soria- comenzó a elaborar un discurso netamente insularista, imitando el periclitado modelo original de las Agrupaciones Independientes, y más específicamente, de ATI.

En Tenerife, un recién estrenado Carlos Alonso le entró inmediatamente al trapo, y el pleito se avivó en debates bastante estériles e insustanciales sobre presupuestos, repartos y legislación. El Gobierno regional acabó desdiciéndose de uno de sus proyectos más importantes, inspiración del propio Paulino Rivero -la Ley de Turismo- y cediendo ante la presión grancanaria, presentada con rotundidad como una presión «en defensa de la isla». Bravo logró consolidar posiciones que no le sirvieron para revalidar la presidencia del Cabildo, porque fue expulsado del PP y de sus listas, y acabó concurriendo a las elecciones locales con un partido de inspiración insularista. Obtuvo unos resultados mediocres aunque llamativos, teniendo en cuenta la irrupción de nuevas fuerzas políticas y el extraordinario fenómeno que supuso la candidatura insular de Antonio Morales. Pero -aunque su experimento fue un fracaso- Bravo dejó el recurso al pleito instalado en el discurso y el imaginario grancanario.

Primero, por imitación de Román Rodríguez, condenado a representar Gran Canaria al no lograr trascender electoralmente su propia isla, y después por el bloque de poder de izquierdas, surgido en Gran Canaria como reacción a la hegemonía mantenida del PP y el deterioro nacional de la derecha. El sorprendente «sorpasso» electoral de la izquierda permitió desplazar a los populares de todas las corporaciones importantes de la isla, y articular gobiernos en los que Nueva Canarias ocupa la centralidad, sin detentar necesariamente siempre el poder. De hecho no lo tiene en la capital, donde su representación fue escasa. Porque Nueva Canarias es -sobre todo- un partido de isla adentro.

El contagio de un discurso más próximo al insularismo, pero con un tono izquierdizante, se basa a partir de ese momento en una potente y bien articulada crítica a la falta de proporcionalidad del sistema electoral -que en las pasadas elecciones favoreció paradójicamente a Nueva Canarias frente a Ciudadanos, por ejemplo- y también en una difusa denuncia de desequilibrios a favor de Tenerife en las inversiones regionales. Se trataba, sin duda, de un cóctel de éxito, sazonado con decisiones propagandísticas, como la de crear en el Cabildo grancanario una comisión de estudio sobre los desequilibrios que no dio para mucho. Una iniciativa, en cualquier caso, consecuencia del principal error de Fernando Clavijo en la formación de su primer Gobierno, en el que no incluyó a Nueva Canarias.

La tensión entre las dos formaciones nacionalistas es la que ha provocado el rebrote de una versión nueva de insularismo, inmediatamente contestada desde Tenerife por el Cabildo, y arengada -probablemente a petición del propio Cabildo- por unas asociaciones empresariales con escasa capacidad de iniciativa y caracterizadas en los últimos años por una creciente pérdida de influencia política y social. El gen político insularista, de origen tinerfeño, parece estar contagiando de verdad y de nuevo los hábitos y formas de hacer política en las Islas, debilitando el control regional de los propios partidos, cada vez más taifales, y poniendo en evidencia que al Gobierno le quedan recursos para poder aplicar y defender criterios de equilibrio y proporcionalidad en las inversiones y el gasto público.

Porque el insularismo no es sólo un invento de ATI ni un redescubrimiento de Nueva Canarias: es el resultado de una sociología política y electoral característica de Canarias, que -en pleno siglo XXI- no acaba aún de sobreponerse a los viejos y arraigados temores de hegemonía capitalina que rompieron la región desde finales del XIX.

Pero esta guerra podría amortiguarse. El éxito conjunto de los diputados nacionalistas en Madrid -Oramas y Quevedo- ha logrado romper con ocho años de escasez y pelea sistemática por el poco dinero que llegaba de Madrid y ahora llega con cierta munificencia. Pero sobre todo, hay una cuestión práctica: el PSOE no va a repetir la oferta de integrar a Nueva Canarias en sus candidaturas al Congreso. Hacerlo supuso perder un diputado y un senador, sin obtener nada a cambio. Nueva Canarias tendrá que negociar de nuevo un acercamiento a los antiguos adversarios.

Y aunque es cierto que no hay peor cuña que la de la misma madera, como demuestra con impostado dramatismo la moción de censura en Icod, quedan por delante dos años para reorientar un discurso que pasa necesariamente por darle a Nueva Canarias un éxito que pueda vender en Gran Canaria, imprescindible para hacer viable una federación electoral nacionalista. Ese éxito sólo podría ser la reforma de las normas electorales: las mismas que permitieron el desarrollo del insularismo, y ahora podrían ayudar a enterrarlo. Si es que Nueva Canarias y Coalición comprenden que la única opción de supervivencia que le queda al nacionalismo en las Islas es superar una rivalidad que tiene muy poco que ver con la ideología o el programa político, y mucho con viejos odios y rencores no asimilados.